'Un americano en París'
EL PAÍS ofrece mañana, por 8,95 euros, una de las mejores comedias musicales
En 1957, Arthur Freed produjo para Metro-Goldwyn-Mayer esta joya del cine Un americano en París, que coincidió con las mejores horas del musical americano, con música de Gershwin y coreografía de Gene Kelly. La acción estaba situada en un París inventado, en el que las cúpulas del Sacre Coeur presidían la aventura sentimentaloide y rosácea de la bohemia parisiense vista por los ojos de una Condesa de Segur reciclada en Hollywood. Son los tiempos de Jean-Paul Sartre, de Albert Camus, del Café de Flore y la Rose Rouge. En París surgían los primeros movimientos renovadores de la izquierda, cantaban Brassens y Greco. Era el Orpheo de Jean Cocteau y María Casares. Pero no teman. La película de Vincente Minnelli ignora cualquier personaje, cualquier hecho que enturbie los clichés más arcaicos de aquel París, recién salido sin embargo de una guerra siniestra, de una ocupación despiadada. En este París no queda ninguna ruina, no hay restos de mutilación, de colaboracionismo o traición. Sólo el Moulin Rouge y la alegría ficticia de un pueblo, libre y feliz, en el que los americanos enseñan a cantar en inglés a los niños de Montmartre y apadrinan a artistas de dudoso talento. Todos llevan su baguette bajo el brazo, su boina sobre la calva y su moustache. Si a esto añadimos la presencia de Georges Guetary -un Luis Mariano mucho menos viril, pero tan nulo como actor-, a un pianista mediocre como Oscar Levant luciendo sus escasas cualidades de actor, ambos bien entrados en la cuarentena, interpretando a jóvenes bohemios, y a una Nina Foch, mucho más joven, haciendo de mecenas inconcebible de sus mayores, tendremos una idea general de la cosa.
Sólo, y sobre todo, tenemos que añadir a la pareja protagonista: Leslie Caron, francesa, y Gene Kelly, el americano en París. Ella era bailarina solista de los ballets de Montecarlo con Roland Petit. Pequeñita, chatita, insignificante. Él, un bailarín, actor, cantante -al que doblaron casi siempre la voz-, cuarentón y macizo, no parecía tampoco el ideal para su papel de joven romántico y danzarín. ¿Qué se podía hacer con semejante material? Pues -y ése es el maravilloso misterio del cinema- una obra maestra del cine mundial de todos los tiempos.
Es la gran época de los producers, los productores ejecutivos, en el cine americano. Ellos eran los creativos, los que inventaban las películas, siempre, claro, avalados por las grandes empresas. Decidían los costes de producción, los repartos, los técnicos y, por fin, al director, casi siempre con contratos leoninos y la posibilidad de sustituirlo cuando su trabajo -bueno o malo- no respondiera a las expectativas del productor. Esos directores eran, en definitiva, menos importantes que los producers, y en el dominio de la creación solían imponer su sello personal por encima de los directores, que no solían intervenir ni en el montaje ni en la posproducción, ni tenían derecho al pataleo cuando no estaban de acuerdo con los trabajos hechos después del rodaje. Es decir, la empresa designaba a un ejecutivo de su confianza para hacer el filme y éste era, además, el único responsable. Claro que la calidad de la obra seguía, en gran medida, en manos del director, que era el amo del rodaje, pero no del filme.
Arthur Freed ya había hecho para M. G. M. dos películas extraordinarias que lo habían colocado entre los grandes de la casa: El mago de Oz y Meet me in San Louis, dos musicales con una jovencísima Judy Garland que enamoró a toda América y a un pedazo del mundo con su frágil encanto y su voz maravillosa. Fue la contraofensiva de M. G. M. al éxito enorme, y poco duradero, de Diana Durbin en la Universal.
Freed, que era un hombre arriesgado, puso su proyecto en las manos más eficientes y adecuadas, pero, ante todo, convirtió la historia en algo secundario y casi banal y concentró todas sus energías en conseguir que lo visual y la música mandasen. Tenía dos triunfos en la mano, de excepción: la música de George Gershwin y la coreografía de Gene Kelly. Aquel hombre cuadrado, poco elegante -aparentemente-, tendría que superar a Fred Astaire. Y lo consiguió. Kelly era un bailarín de escuela, de una agilidad pasmosa, y Astaire era, básicamente, un artista de music-hall, especialista de claqué. Como coreógrafo era mucho más moderno, más Martha Graham. Kelly tuvo que dedicarse a fondo con Leslie Caron, muy limitada como bailarina, y en cuanto al ballet, Kelly contó con lo mejorcito de Hollywood y logró una coreografía bellísima y diferente de lo habitual en el cine musical. El ballet final, de una duración de más de 16 minutos, es el más largo y uno de los más bellos que nos ha ofrecido el cine. La música es una de las mejores partituras de Gershwin, justo después del esplendor del Concierto en fa. En ella mezcló, como era habitual en él, el jazz y lo sinfónico, con gran influencia de Stravinski sobre todo, pero también de Ravel y hasta de Falla. Incorporó un tema que él creía francés -el baile de los granaderos-, que era en realidad la machicha Primo Melquíades, muy popular en Francia en aquel tiempo. La plástica es también excepcional. La fotografía del ballet -no del filme- es del gran John Alton, uno de los mejores operadores americanos -fallecido recientemente- y de una modernidad total. Por fin, digamos que la dirección de Vincente Minnelli es magnífica, con su habitual sentido del ritmo. Pero para mí, la creación del filme no es de Minnelli. Stanley Donen o George Cukor lo habrían hecho igual -si no mejor-. Es (de menos a más) de John Alton, George Gershwin, Gene Kelly y sobre todo Arthur Freed. Este mundo de historias estúpidas y esplendores visuales duraría aún unos años. Hasta la aparición de un genio llamado Bob Fosse, que supo darle al cine musical otra profundidad y renovó totalmente el género.
Un musical con seis premios Oscar
Realizada en 1951, Un americano en París fue protagonizada por Gene Kelly, Leslie Caron, Oscar Levant, Georges Guétary y Nina Foch, entre otros.Director: Vincente Minnelli. Productor: Arthur Freed para M. G. M. Guión: Alan Jay Lerner. Música: George Gershwin. Música original: Saul Chaplin. Director musical: Johnny Green. Fotografía: John Alton y Alfred Gilks. Montaje: Adrienne Fazan. Dirección artística: E. Preston Ames y Cedric Gibbons. Vestuario: Orry-Kelly, Walter Plunkett e Irene Sharaff. Coreografía: Gene Kelly.
El filme obtuvo seis premios Oscar: película, guión, fotografía, dirección musical, dirección artística (Cedric Gibbons, Preston Ames, Edwin Willis y Keogh Gleason) y vestuario (Orry-Kelly, Walter Plunkett e Irene Sharaff). Arthur Freed fue el gran productor de los musicales. Sus 47 películas recogieron 42 premios Oscar.
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