¿Quién manda en el PP?
Hace un año que Zapatero ganó las elecciones y hace un año y medio que Rajoy fue proclamado presidente del PP. Poco tiempo para hacer una comparación matizada entre ambos dirigentes, pero suficiente para comprobar que mientras el liderazgo del primero se consolida dentro y fuera de su partido, el del segundo no termina de cristalizar ni fuera ni dentro. La confianza que suscita el primero en la sociedad española contrasta con la desconfianza que genera el segundo. Dentro de sus respectivos partidos es comprensible que la autoridad de Zapatero, tras ganar las elecciones a la primera, se haya impuesto en el PSOE, pero no es igualmente comprensible que la de Rajoy, tras haber sido elegido por aclamación, ofrezca tantas dudas que obligue a preguntarse a propios y extraños quién manda en el PP.
Este fenómeno no es nuevo en la política española, en la que el trámite sucesorio ha sido siempre complicado. Calvo Sotelo no consiguió, tras la dimisión de Suárez, hacerse con el control de la UCD, ni reordenar el proyecto centrista, ni evitar la ruptura de la coalición. Tampoco Almunia, tras suceder a Felipe González, consiguió afirmar su liderazgo en el PSOE, ni recomponer su unidad, ni articular un discurso renovado y coherente. Lo mismo parece estar ocurriendo ahora con Rajoy. En los tres casos citados, se trata de personalidades fuertes, con una larga y distinguida trayectoria política, inteligentes, prudentes y moderados, que podrían haber sintonizado fácilmente con amplios sectores de la ciudadanía si hubieran llegado a la dirección de sus partidos por sí solos o al Gobierno tras ganar por sí mismos las elecciones.
Calvo Sotelo, Almunia y Rajoy fueron elegidos formalmente por los órganos democráticos de sus respectivos partidos, pero tras haber sido designados por sus antecesores, sin competir con otros candidatos y sin la legitimidad suficiente para seleccionar sus propios equipos ni imponer sus propios proyectos. Ni Calvo Sotelo ni Almunia consiguieron superar ese déficit inicial, ni despejar las incertidumbres que esa situación arrojaba sobre su autonomía, en el primer caso, para dirigir el Gobierno y evitar que pasara a la oposición y, en el segundo, para convertir a la oposición en una alternativa de gobierno. El resultado fue devastador para la UCD, que terminó descomponiéndose, y para el PSOE, que experimentó el año 2000 una de las mayores derrotas de su historia reciente.
Rajoy camina por esa misma senda. Comparte con Calvo Sotelo y con Almunia la falta de ambición política, un alto grado de escepticismo, una actitud de resignación ante la fatalidad de su destino y un talante de notable indolencia. Como Calvo Sotelo y Almunia, Rajoy está también muy por encima de la inmensa mayoría de sus colaboradores y por eso mismo tiene poco sentido pensar que personalidades con tan escasa entidad como Acebes, o tan polémicas y vulnerables como Zaplana, le estén marcando la línea. Pero la línea que sigue el PP responde menos a las expectativas de innovación y moderación suscitadas por su actual presidente que al continuismo puro y duro con el que se identifican los dos ex ministros que protagonizaron, al lado de Aznar, la operación de desinformación y manipulación que tuvo lugar entre el 11 y el 14 de marzo de 2004.
Esa línea, que se fijó hace un año, antes de que Aznar saliera del Gobierno, establece como objetivo prioritario y casi único persuadir a los españoles de que sin el brutal atentado del 11-M el PP habría ganado las elecciones y que las habría ganado incluso con el atentado si no hubiera sido por la supuesta manipulación que hicieron de él, en vísperas de las elecciones, el PSOE y la cadena SER. Da igual que esa imputación carezca de base alguna y da igual que haya quedado claro que fue el Gobierno quien manipuló la información aquellos tres días tratando de hacer creer, contra toda evidencia y frente a todos los indicios, en la autoría de ETA; que lo hizo, o de forma interesada o en virtud de un cálculo erróneo, y que los españoles no lo creyeron porque la credibilidad de Aznar estaba por los suelos y no había razón para creer lo increíble. ¿Habría sido legítimo un triunfo del PP si los electores lo hubieran creído y lo hubieran votado en base a una información falseada de los hechos? ¿Qué habría pasado si hubiera ganado el PP y se hubiera descubierto unos días después la falsedad de su versión sobre el atentado?
Esa tremenda ofuscación, que inspira también todas las declaraciones de Aznar dentro y fuera de España, está condenando al PP a la más absoluta esterilidad, a una estrategia de la negación sistemática que lo aísla de las demás fuerzas políticas y del electorado en general, lo distancia cada día más de su principal adversario, le ha supuesto un severo castigo en el País Vasco que puede serlo de mayor entidad en Galicia, está deteriorando el prestigio de Rajoy, cuya valoración por parte de los ciudadanos es cada vez más baja y muy inferior a la de otros dirigentes populares, como Ruiz-Gallardón, y el de su partido, cuya imagen es la que más ha empeorado en toda España en el último año. ¿Qué puede explicar esa disparatada obcecación? ¿Cuál es la razón por la que el PP se niega de forma sistemática a aceptar sus derrotas electorales? ¿Con qué finalidad se empeña en deslegitimar también ahora el resultado de las elecciones al Parlamento vasco? ¿Qué argumentos prepara ya para el caso de que Fraga no renueve en Galicia la mayoría absoluta?
España es un país moderado y tolerante. Los españoles respaldan la democracia de forma masiva pese a las reservas de muchos de ellos respecto a las deficiencias e insuficiencias de su funcionamiento. En esto se diferencian poco los votantes de los distintos partidos, cuyas críticas se centran menos en las opciones ideológicas de cada uno de ellos que en el empeño de algunos dirigentes por convertir la política en un proceso de confrontación permanente. La política de Zapatero y de su Gobierno no es, bajo ningún concepto, inatacable. Como todos los gobiernos, ha cometido y seguirá cometiendo errores, y ha tenido y seguirá teniendo aciertos. Es en ese terreno en donde se plantea la competición política en cualquier sistema democrático, no en el de la discusión sobre la legitimidad de cada resultado electoral ni sobre la legitimidad del Gobierno para dirigir la política nacional, incluida la política antiterrorista. Ni ésta, por los acuerdos que existen, ni los resultados electorales, por principio, deben formar parte de la competición política o electoral entre partidos responsables y con vocación de gobierno.
Ya sé que eso dio resultado al PP en la primera mitad de los años noventa, pero la situación actual es totalmente distinta y desenterrar los mismos métodos puede ser un error garrafal. Lo que entonces le sirvió a Aznar no le sirve ahora a Rajoy. Seguir después de un año presentando al PP como víctima y no como responsable de sus torpezas en la gestión de la crisis que se abrió con el atentado o sostener que Zapatero ha abierto a los terroristas las puertas del Parlamento vasco no es sólo un gran error. Es también una manera de impedir, deliberadamente o no, que Rajoy, que apenas se implicó en la gestión de aquella crisis, restablezca su credibilidad e imprima una orientación más razonable y eficaz a su partido mirando hacia delante y teniendo en cuenta la moderación de más de la mitad de su electorado. Es una forma de minar el futuro de Rajoy, que aparece, a todos los efectos, como el rehén de algunos de sus colaboradores más radicales, que siguen con la mirada puesta en el pasado. ¿O acaso en el futuro? Ninguno de ellos está en condiciones de sucederle al frente del PP y por eso cabe preguntarse si detrás de ese disparate no se estará planeando otro mayor al margen de Rajoy.
Julián Santamaría es catedrático de Ciencia Política en la UCM.
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