El nuevo Papa, ante los desafíos de nuestro tiempo
Al comienzo del pontificado de Benedicto XVI, deseo exponer en voz alta algunos de los principales desafíos a los que ha de enfrentarse, con la intención de ofrecer mi colaboración en la búsqueda de nuevos caminos que devuelvan a la Iglesia católica la credibilidad conseguida con el Concilio Vaticano II, en el que el joven Ratzinger participó como asesor teológico. Es una invitación al nuevo Papa a poner en práctica los cambios que él mismo ayudó a formular tan lúcidamente hace cuarenta años. Cambios que no fueron sólo de matiz, sino de fondo, sobre todo en las cuestiones organizativas, teológicas y morales.
1. Desoccidentalización del cristianismo y diálogo entre culturas y religiones. El cristianismo se autocomprende como religión universal. Sin embargo, actualmente actúa como religión occidental con sucursales en otros ámbitos culturales. Condición necesaria para que la universalidad pase de los principios a los hechos es la desoccidentalización de la Iglesia católica y su ubicación en las distintas culturas en las que está arraigada. El cristianismo vive en un clima de pluralismo cultural y religioso, que le exige renunciar a todo complejo de superioridad y a cualquier intento de hegemonía, respetar todas las culturas y religiones y establecer un diálogo simétrico con ellas en un clima de libertad. Me alegra saber que en el programa de gobierno de Benedicto XVI se encuentra el compromiso de "promover el contacto y entendimiento" con otras iglesias y el diálogo con los seguidores de otras religiones y civilizaciones, e incluso con los no creyentes. El diálogo debe extenderse a la modernidad, en actitud crítica, ciertamente, pero no de condena, como hizo Juan Pablo II en su último libro, Memoria e identidad, que veía en las distintas Ilustraciones europeas las raíces del mal.
2. Respeto al pluralismo teológico. Si alguna vez llegare a presidir la Congregación para la Doctrina de la Fe, intentaría que estuvieran representadas en ella las distintas tendencias teológicas. La frase es de Ratzinger en sus tiempos de teólogo. Llegó a presidirla, pero no hizo realidad su propósito. Más bien lo que impuso, o quiso imponer, fue un pensamiento teológico único, que desembocó en una fuerte represión contra las teologías críticas, o sencillamente distintas, de la teología romana. Al tener ahora más autoridad como Papa, es de esperar que muestre respeto por el pluralismo teológico y preste una cálida acogida a algunas de las principales teologías emergentes, como la de la liberación y la de las religiones, que convergen hoy en una teología intercultural e interreligiosa de la liberación.
3. Reforma de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, siguiendo a Lutero, afirmó hace cuarenta años que la Iglesia debe estar en permanente actitud de reforma. No ha sido éste en cambio, el principio que ha inspirado el pontificado de Juan Pablo II, caracterizado por la restauración y la instalación en el pasado, hasta hacer realidad la frase de Bernanos "los cristianos son capaces de instalarse cómodamente incluso bajo la cruz de Cristo". Si no quiere convertirse en una pieza de museo, la Iglesia católica debe renovarse conforme a los criterios evangélicos y reformarse de la cabeza a la base, del Papa a los creyentes, como establecieron los concilios medievales de Constanza y de Basilea. La reforma debe traducirse en un cambio profundo en la organización de la Iglesia, en la transformación de sus estructuras autoritarias en participativas y en la elección de sus dirigentes, bajo el principio democrático "un católico, una católica, un voto". ¿Por qué los últimos papas han defendido el principio "un ciudadano, una ciudadana, un voto" en las sociedades democráticas, y no lo ponen en práctica en el interior de la comunidad cristiana? Y no se diga que la Iglesia católica es de institución divina para oponerse a su democratización, porque, ¿cómo puede querer Dios la democracia en la sociedad y no en la comunidad cristiana? Entraría en contradicción consigo mismo.
En los primeros siglos del cristianismo, donde los hábitos democráticos no estaban presentes en la sociedad, eran los cristianos y cristianas quienes elegían a los dirigentes y responsables de las comunidades bajo el principio democrático "el que debe presidir a todos debe ser elegido por todos", válido para los sacerdotes y los obispos, y también para el obispo de Roma. ¿Cómo puede justificarse que en la elección del líder del catolicismo, con más de mil millones de católicos, intervenga sólo un grupo de notables no elegidos por los creyentes en Cristo y, además, se consideren inspirados por el Espíritu Santo en la elección.
4. Perspectiva de género. Tras siglos de lucha de las mujeres por su emancipación en la sociedad con importantes conquistas hoy irrenunciables, la Iglesia católica todavía no las considera sujetos, ni religiosos, ni teológicos, ni morales. Constituyen, más bien, la mayoría silenciada y silenciosa, invisible y ausente. Se sigue pensando en ellas bien como madres y esposas dedicadas al hogar, educadoras de sus hijos, servidoras de sus esposos y cuidadoras de las personas imposibilitadas, bien como vírgenes consagradas al servicio de Dios.
La democratización de la Iglesia católica debe hacerse desde la perspectiva de género; de lo contrario, llevaría la marca del patriarcado, que está en abierta contradicción con la democracia. El género no puede ser motivo de exclusión, como no lo fue en el movimiento de Jesús. A lo sumo, exige respeto a las diferencias, pero éstas no pueden desembocar en desigualdad. En definitiva, se trata de rehabilitar a las mujeres en la Iglesia católica como sujetos en pleno ejercicio de sus derechos, incluidos los derechos reproductivos.
La perspectiva de género muestra que no hay razones ni bíblicas, ni teológicas, ni históricas, ni antropológicas, ni pastorales, para seguir manteniendo la discriminación de las mujeres en la comunidad cristiana. Al fin del sexismo en la sociedad debe corresponder también el fin del sexismo en la Iglesia católica.
5. Diálogo con la ciencia y apertura a los avances científicos. Juan Pablo II pidió perdón en repetidas ocasiones por las condenas que algunos que sus predecesores lanzaron contra los impulsores de las grandes revoluciones científicas. El caso más emblemático fue el de Galileo, condenado por la Inquisición por defender el heliocentrismo en contra de un texto bíblico del libro de Josué que afirmaba el geocentrismo, tenido por verdad científica y casi dogma de fe. La justicia eclesiástica podría haber sido un poco más rápida en la revisión de sus errores, aunque nunca es tarde si la dicha es buena. Hoy, empero, se siguen repitiendo similares condenas contra los nuevos avances científicos, especialmente en el terreno de la bioética y de la biogenética, apelando en algunos casos a la ley natural, de la que la jerarquía católica se considera única intérprete.
El diálogo con la ciencia constituye la mejor alternativa a los conflictos del pasado. Un diálogo sin pretensiones dogmáticas por ambas partes, en torno a preguntas comunes que admiten respuestas en distintos planos y con lenguajes diferentes. Y con el diálogo, la apertura y el apoyo a aquellas investigaciones científicas que contribuyen a mejorar las condiciones de vida de los seres humanos, especialmente de los más desprotegidos.
6. Con los pobres de la Tierra. Desafío principal en la agenda del nuevo Papa debe ser la situación de pobreza en la que viven más de dos terceras partes de la humanidad. Eso le obliga a poner en el centro de su actividad la liberación de los pobres, excluidos y marginados por mor del actual modelo económico neoliberal. Y no de manera asistencial, como con frecuencia hacen no pocas instituciones eclesiásticas, sino en clave de promoción y liberación integral. Para ello, debe ubicarse en el lugar social adecuado, que no puede ser Davos, donde se reúnen los globalizadores del capital y del mundo financiero para programar las estrategias que más beneficios les reporten, sin preocuparse de los costes para los continentes, regiones y países pobres, sino Porto Alegre, donde nos reunimos los alterglobalizadores, es decir, los globalizadores de la solidaridad, para trabajar por "otro mundo posible".
Como excelente teólogo que es, Benedicto XVI sabe muy bien que la puesta en práctica de estas propuestas no sólo no transgrede ningún principio dogmático de la fe cristiana, sino que está en coherencia con el evangelio, que es anterior al dogma.
Juan José Tamayo es secretario general de la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII y autor, con José María Castillo, de Iglesia y sociedad en España (Trotta, Madrid, 2005).
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