Sumatra
Acabo de recibir una carta de unos amigos desde la isla de Sumatra, sellada el 20 de diciembre de 2004, pocos días antes de que sucediera en aquella latitud el maremoto que ahogó a medio millón de personas. La carta, que tal vez se había extraviado en medio de la tragedia, ha llegado limpia, sin una sola mota de barro. Mis amigos, una pareja todavía joven, habían huido hacia ese lugar del planeta hace ya dos años, dejando atrás su frenético trabajo en una multinacional, para vivir a ras de la naturaleza y experimentar ciertas emociones primitivas. Por una carta anterior supe que habitaban una cabaña en la playa perdida de un atolón de la Nías, al noroeste de Sumatra, poblado de orangutanes y gibones negros cuyos gritos les despertaban cada mañana. Estos fugitivos mandaban fotos a los antiguos compañeros de oficina donde aparecían desnudos y rodeados de macacos. En almadraba de Denia un día se anilló a un alevín de atún de apenas diez centímetros de largo y algunos años después fue capturado en aguas de Sumatra con 500 kilos de peso. Cuando se lo conté, ellos me dijeron que pescaban pulpos, doradas y otros peces de nombres desconocidos en aguas placenteras y luego los asaban sobre un lecho de brasas en la arena finísima. En el estado de inocencia de aquel paraíso buceaban en busca de corales, leían a la sombra de los cocoteros, dormían siestas muy largas, de noche encendían hogueras y se amaban con una emoción añadida, ya que en medio de la pasión, atraído por los gemidos de placer, podía presentarse un tigre sinuoso al pie de la cama lamiendo de celos la mosquitera. En su última carta la mujer me escribió que había aprovechado la tela de un paracaídas abandonado en un manglar para confeccionar la vela de una barca que estaba construyendo su marido con madera de palmera nipa. Querían explorar las islas salvajes de alrededor con la ayuda de un nativo de la etnia batak, que también les había enseñado a tallar máscaras de dioses papúes. Éste les acababa de contar una extraña historia. En un templo abandonado en medio de la selva había visto dos serpientes paralelas que se deslizaban a lo largo del pavimento desde la puerta hasta el altar y que después de coronarlo cada una por un lado, copularon sobre el ara con un nudo enigmático. Según el nativo este hecho presagiaba una gran catástrofe. Cuando se producía este abrazo entre dos reptiles de esa clase era señal de que el mar estaba próximo a despertar de un largo sueño. La carta terminaba deseándome feliz Navidad.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.