Iluminaciones en la sombra
Rubén Darío en hábito de cartujo, ebrio en Valldemossa, el cadáver de Turguéniev en su lecho de Les Frenes, como el de Cristo pintado por Mantegna, una troupe de cabezudos, faquires y saltimbanquis revoloteando alrededor del archiduque Luis Salvador en Deyá, su propia hija Teresa, chueta mallorquina, ametrallada por los nazis en el gueto de Varsovia, el cadáver de un niño husmeado por un cerdo, la santa esposa de un comandante de la Gestapo en disfraz de Cleopatra, un rey mosco y bufo de Nicaragua quejoso de que lo tengan por un nuevo Viernes del Robinson de Defoe. Mil y una fotografías debidas a Castellón, le bon sauvage llegado a la vieja Europa, el artista nicaragüense que Ramírez persigue a lo largo de las trescientas páginas de su última e inspirada novela, una crónica fragmentaria, urdida con glamurosos dimes y diretes, jugosas anécdotas tal vez apócrifas e incontable documentación, de la Europa del fin de siècle y de las primeras décadas del XX, a las que le pone imágenes un fotógrafo nacido en "un país que no existe" y de un padre que lucha por ponerlo en el mapa arrebatándoselo a los filibusteros ingleses y de la mano de un utópico canal que le vende a Napoleón III -al que ayuda a escapar de su condición de conde de Montecristo- pero acaba en Panamá. En contrapunto se alternan la voz de Castellón -que se diría que escribe sus memorias ("sé que mi vida no ha sido menos trágica, y nunca quise más de lo que el destino me daba. Pero no jugué jamás a las cartas frente a un croupier tramposo, apostando al poder en un país más digno de misericordia que de ilusiones, como Nicaragua", página 301)- y la del propio Ramírez ("en 1997 me quedé todo el mes de octubre en Mallorca, decidido a hacer la última revisión de mi novela Margarita está linda la mar. Mi interés por Castellón había vuelto a renacer precisamente en Mallorca..., página 216), reportero de una suerte de novela de no ficción que revela las circunstancias en que descubre a su héroe y convierte sus fuentes y proceso de documentación en materia novelesca, idea feliz e ingeniosa que de un lado le impide al lector encarar el relato como novela histórica, y de otro eleva la ficción con la que se ha tejido la vida del protagonista a la condición de realidad incontestable, jugando a las máscaras con los géneros y haciendo del hibridismo de Mil y una muertes una de sus mejores bazas. El artículo de Rubén Darío de Orbe latino (1907) que hace las veces de exordio a la primera parte, las fotografías atribuidas a Castellón y a Ramírez compaginadas en la novela o las referencias contemporizadoras a Hemingway viendo torear a Ordóñez desde las páginas de Life, al ex presidente Betancur, al general Jaruzelski o a Carme Riera y su novela En el último azul -utilizada como fuente por Ramírez-vienen a enriquecer el carácter testimonial de una trama de por sí atractiva, que se pasea junto al protagonista por la Nicaragua criolla de los palacios de mármol desafiando la jungla, el París de Flaubert y el emperador, una Barcelona menestral, la Mallorca de fantasía y lujo del archiduque, Chopin y George Sand, el gueto de Varsovia y los barracones de Mauthausen, donde la Gestapo envía a Castellón después de haberse servido a su antojo de él como una pieza más de la máquina de propaganda antisemita.
MIL Y UNA MUERTES
Sergio Ramírez
Alfaguara. Madrid, 2005
351 páginas. 18,50 euros
Cada fogonazo de la cámara
de Castellón ilumina un instante de la vida de quienes han hecho la historia, que de este modo abandonan la sombra para siempre, y es que la paradoja consiste en que cada fotografía asegura la posteridad al precio de despertar la conciencia de ser perecedero, de modo que el fotógrafo ilumina y mata a un tiempo, de ahí que los daguerrotipos del nicaragüense Castellón que Ramírez colecciona y comenta aquí para reconstruir buena parte del XIX valgan por las mil y una muertes que anuncia el título: "Fotografiar el alma. Qué curioso, me dije, los zambos de mi sangre piensan que si se dejan retratar por un pintor, exponen su alma y la pierden para siempre", página 298.
Después de Sombras nada más (2002), lectura satírica de algunos episodios de la revolución sandinista que tuvimos ocasión también de reseñar en estas páginas, Sergio Ramírez entrega ahora una novela aún más enjundiosa, a la altura de Castigo divino (1988), elaborada y documentada hasta la saciedad y dispuesta a convencer al más reacio de que, en realidad, no es en el mapa donde se encuentra la patria, sino en la cultura, pero sobre todo a convencerle de que una imagen sigue sin valer más que mil palabras.
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