El espíritu del Concilio Vaticano II
A los cuarenta años de clausurarse el Concilio Vaticano II, 8 de diciembre de 1965, se discute todavía cuál fue su espíritu. Juan XXIII, Papa de marcado carisma profético, lo convocó -como él mismo dijo- gracias a "una repentina inspiración de Dios", en un "momento místico". El espíritu del Vaticano II impregnó el discurso inaugural del Papa, que pidió a los obispos convocados trabajar en clima de apertura y diálogo, aceptar desde el evangelio los valores culturales modernos y no lanzar condenas y anatemas.
El Concilio propuso que la Iglesia retornase a sus fuentes, tuviese en cuenta la variedad de situaciones en las que se incultura el evangelio y se hiciese presente en los dolores y gozos de la humanidad, especialmente la más pobre y marginada. Al acabar sus cuatro sesiones, dijo Pablo VI el 7 de diciembre de 1965: "Aquella antigua historia del buen samaritano ha sido el ejemplo y la norma según la cual se ha regido la espiritualidad de nuestro Concilio".
Algunos teólogos piensan que el espíritu del Concilio se reveló en ciertas decisiones, como la escucha directa de la palabra de Dios (primer magisterio), la vida en comunión y comunidad de fe (no de costumbres rituales), la atención a los "signos de los tiempos" (sin la "huida del mundo"), la unidad de todos los cristianos (aceptación del ecumenismo), el diálogo con las personas de buena voluntad (sin anatemas) y la llamada a la libertad de los hijos de Dios (sin sometimientos). Otros creen que el espíritu del Concilio consistió en un impulso espiritual de renovación que lo animó hasta su conclusión. Al ser considerado un nuevo Pentecostés, muchos católicos piensan que la Iglesia se renovó por el Espíritu Santo.
Para descubrir el espíritu conciliar se precisa, como recomienda san Ignacio, un "discernimiento de espíritus". En las primeras sesiones del Vaticano II los obispos más abiertos criticaron los documentos de las comisiones preparatorias porque no hacían referencias al Espíritu Santo. Carecían de espíritu, eran fósiles de teologías obsoletas.
El espíritu del Concilio -afirman los teólogos renovadores- promueve conciencia lúcida moral, da sentido agudo a los juicios, empuja al compromiso social por los pobres y fomenta la puesta en práctica del mensaje de Jesús. Espíritu es un término de honda raigambre cristiana, usado hoy más a menudo que antes en teología.
Puede decirse que una persona tiene espíritu cuando dimana aliento vital, se comunica de modo cálido y crítico, empuja a la renovación personal y social, genera fuerzas para el compromiso, sabe discernir, detecta las huellas de Dios en la historia, descubre los "signos de los tiempos", produce gozo y alienta esperanza. El Espíritu de Dios se expresa donde hay vida y verdad, amor, justicia y paz, reconciliación y perdón, renovación y apertura.
El Vaticano II no se reduce a sus textos, con ser importantes. Es preciso descubrir el espíritu con que se escribieron. Lógicamente, el texto lleva al espíritu y el espíritu hace entender el texto. Asimismo, hay que tener en cuenta la amplitud de la convocatoria del Concilio y sus objetivos, expresados primero por Juan XXIII y después por Pablo VI. La preocupación mayor fue formular la fe teniendo en cuenta el vigor de la palabra de Dios, el contexto cultural moderno, la situación injusta del Tercer Mundo, el escándalo de la división entre las Iglesias cristianas y las exigencias nuevas en la praxis de los creyentes.
Fue acontecimiento eclesial, religioso y espiritual, no mero pronunciamiento doctrinal o disciplinar. No pretendió hacer crecer la teología, sino poner el pensamiento teológico al servicio de la vida. Juan XXIII dijo que para redactar una nueva suma doctrinal no hacía falta un Concilio. La novedad más significativa del Vaticano II no la constituyen sus formulaciones, sino el hecho de haber sido convocado y celebrado dinámicamente, con espíritu vivo.
A raíz del Vaticano II se logró un entendimiento de la Iglesia como pueblo de Dios y del ministerio como servicio al pueblo. Despertó grandes ilusiones la reforma litúrgica, se iniciaron los contactos ecuménicos, se renovaron los seminarios y noviciados, cobró un gran impulso el laicado, la Iglesia se abrió al mundo de los pobres y la teología mostró una gran vitalidad. Contribuyó a un cambio profundo de la cosmovisión cristiana, ya que fue final de la Contrarreforma, consagración de los movimientos eclesiales innovadores, reconocimiento de los valores de la modernidad, retorno a la palabra de Dios y redescubrimiento de una nueva conciencia de Iglesia. El mundo no era visto ya exclusivamente como "enemigo del alma".
Algunos teólogos piensan que el Concilio se convocó demasiado tarde, ya que la esclerosis del catolicismo romano había avanzado casi irremediablemente. Otros creen que se celebró demasiado pronto, puesto que el proceso de la mutación cultural moderna o posmoderna estaba en sus comienzos.
Si se comparan los propósitos conciliares con lo ocurrido en la Iglesia cuarenta años después, los juicios son divergentes. Hay quienes descalifican al Vaticano II como decisión peligrosa y equivocada que introdujo en la Iglesia un anti-espíritu agresivo y crítico. Otros juzgan negativamente el posconcilio por la mala aplicación de las decisiones conciliares, ya que se interpretó mal su espíritu. Muchos cristianos creemos que nos hemos desviado por involución del espíritu conciliar. Urge que los católicos volvamos a retomar el espíritu del Vaticano II, para el bien de la Iglesia y de la sociedad. Es el gran reto del nuevo Papa.
Casiano Floristán es profesor emérito de Teología Práctica.
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