Los tres narcisismos franceses
En París, cuanto más intervienen, con voz alta e inteligible, los partidarios del sí a la Constitución europea, más sube el no en las encuestas. La última víctima de este efecto bumerán es el presidente Chirac, que, después de haber participado en un programa de televisión de dos horas con 80 jóvenes, vio cómo la intención de voto negativo ascendía al 56%. Y ello pese a que tuvo los máximos índices de audiencia (entre siete y nueve millones de espectadores), muy por encima de Clint Eastwood en una cadena rival. El votante francés, atento pero nada convencido, acaba pensando lo contrario de lo que le quieren hacer pensar. Los grandes partidos de derecha e izquierda, así como todos los medios de comunicación, hacen campaña infatigable a favor del sí. ¿Cómo es posible que tenga unos efectos tan claramente contraproducentes?
¡Cuánta saliva desperdiciada! No hay nada que funcione. Ni los expertos, ni los editorialistas, ni las grandes estrellas, ni los escritores millonarios, todos ellos de acuerdo en el sí. A pesar de todo, el no sigue avanzando. No importa que los tenores de la mayoría y la oposición compartan la tribuna o duerman separados, el no sigue avanzando. Semejante paradoja debe de tener su clave en el narcisismo franco-francés, compartido de forma casi unánime por los que están "a favor" y los que están "en contra".
En primer lugar, el narcisismo intelectual. El de los miembros de la Convención Europea que, bajo la batuta de Giscard d'Estaing, perfilaron una Constitución "hija del pensamiento francés" (palabras de Chirac). Hicieron falta casi tres años de negociaciones y regateos para establecer un modus vivendi en cientos de artículos que, según ellos, son comprensibles para el votante corriente, ajeno a los arcanos del derecho institucional, la diplomacia y cincuenta años de tratados.
Los españoles aprobaron el texto por una mayoría aplastante, pese a reconocer que sólo el 10% había intentado leerlo. Los 80 jóvenes reunidos con el presidente Chirac se abstuvieron cuidadosamente de meter sus narices en él. La gente va de casa al trabajo y del trabajo a casa: ¿cómo se puede exigir a un ama de casa o un profesor de filosofía, un pintor o un obrero de la Peugeot, que desentrañe y apruebe algo que sabe que fue tan lento y difícil de crear? Nosotros elegimos a representantes, pagamos a diputados para que tengan la oportunidad, y si es posible la capacidad, de examinar los proyectos de ley complejos. ¿Qué milagro clarificador va a hacer que la convocatoria del referéndum transforme a los humildes ciudadanos que somos en expertos ultrarrápidos y omniscientes?
Presentar para aprobación general un texto indescifrable para el común de los mortales atenta contra el sentido común. ¿De quién se estarán riendo?, preguntan los indecisos. ¿Qué es lo que nos quieren hacer tragar?, añaden los desconfiados. Los padres de la Constitución, orgullosos de su autoría, y los especialistas en comunicación, que se creen todopoderosos: la gente hará lo que le digan. Si no comprende el texto, le daremos la impresión de que lo comprende y se sumará a la buena opinión que los manipuladores de imagen tienen de sí mismos. No hay más que leer el breve preámbulo que remata la Constitución, de una vaciedad apoyada en los parabienes de los miembros de la Convención, que se felicitan a sí mismos y se declaran "agradecidos a los miembros de la convención europea por haber elaborado el proyecto de esta constitución en nombre de los ciudadanos y los Estados de Europa". Así coronó Narciso con laureles su frente inmaculada.
Después, el narcisismo político del Gobierno francés, que se negó a hacer como los italianos y escoger la vía normal de una democracia parlamentaria, es decir, confiar a la representación nacional el esfuerzo de examinar y decidir. Jacques Chirac prefirió el referéndum con la esperanza de obtener una investidura popular que rozase la unanimidad, la de las urnas en mayo de 2002 (82% contra Le Pen), la de la calle que apoyó su veto anti-americano cuando la intervención contra Sadam Husein. El hombre de paz en su pedestal no tenía más remedio que obtener el plebiscito necesario. Un error de calendario desastroso, porque, dos años después, el principio de realidad se ha restablecido, ni Blair ni Bush han caído y los franceses no han visto el Apocalipsis que les prometía el Elíseo. ¿Acaso no han votado en masa los iraquíes, con riesgo de vida? ¿No da la impresión de que se están adaptando a la presencia estadounidense y enfrentándose a los terroristas que les atacan a ellos y a cualquier otro, sea ONU, periodistas o miembros de organizaciones humanitarias? Y Jacques Chirac tendió la mano a George Bush cuando su amigo Rafik Hariri, primer ministro libanés, fue derrocado y, posteriormente, asesinado. Estamos lejos de los tambores de hace poco. Al votante, la política exterior francesa le parece inconstante y poco creíble. Chirac no va a poder convertir su referéndum en una coronación.
Sin embargo, el presidente francés no cambia de postura, y sus argumentos soberanistas en apoyo del sí, demasiado iguales a los de los partidarios del no, favorecen a estos últimos. Promueve una Europa-potencia que se invente una identidad capaz de rivalizar con Estados Unidos, una Unión Europea dirigida por un eje franco-alemán que utilice a Moscú, o a Pekín, contra Washington, un poder que convierta Bruselas en una muralla contra "el liberalismo anglosajón". Pero el votante puede ver que se trata de un proyecto muerto antes de nacer. En la actualidad, de los 25 países, sólo hay nueve que puedan quizá aceptarlo, y la propia Alemania promete abandonarlo en las próximas elecciones. Si París se obstina en preferir la alianza continental (con Putin) a la alianza atlántica (con Bush), Europa se romperá. El votante, que aprueba seguramente los objetivos del presidente, extraerá la conclusión lógica y votará no. Al fin y al cabo, el lobo anglosajón ya merodea entre las majadas europeas. Parece utópico que los 25 -pronto 27- se sometan al poder franco-alemán. ¿Para qué sirve entonces la Constitución? Más vale pájaro en mano que ciento volando. Puestos a dar puñetazos sobre la mesa, conviene no tener las manos atadas por reglas previstas para quienes desean dialogar.
El mismo narcisismo que lleva a los partidarios del sí a contradecirse, festeja su claro triunfo entre los defensores del no. SiParís no es el centro de la Unión Europea, ¡peor para Europa! Si la Constitución no prohíbe la globalización, regresemos a nuestros fogones, retrocedamos a nuestras fronteras y refugiémonos en nuestro Estado providencia. El fantasma de un hexágono encerrado en sí mismo causa estragos tanto en la extrema izquierda como en la extrema derecha, y madura en medio de las dos. Se pregona que basta que París se rebele para que el mundo cambie; los demás pueblos, al ver su ejemplo, se alzarán; el 29 de mayo, la victoria del no será un nuevo 14 de julio y derribará la Bastilla bruselense. Un estornudo de París empujará las nubes, decreta este narcisismo tricolor y sonámbulo.
Si se examinan los distintos argumentos, está claro que la Francia del no, de derechas o de izquierdas, no ha digerido la ampliación europea. La llegada de pueblos recién liberados de la dictadura se vive como una maldición: nos van a invadir, a nuestras puertas llaman oleadas gigantescas de trabajadores despojados que van a robar nuestros puestos de trabajo, deslocalizarán nuestras fábricas para llevarlas a sus países con menos impuestos, nuestros productos agrícolas se pudrirán, sus mercancías de segunda categoría van a saturar nuestros mercados. El fontanero polaco se ha convertido en el paradigma de la catástrofe anunciada: trabaja en la economía sumergida, se introduce en nuestros hogares e invade las pesadillas del ciudadano precavido. No hay más que una defensa, la puerta cerrada: asegurad cerrojos y ventanas. No hay más que una panacea: votad no.
Aprovechando la emoción suscitada por la desaparición de Juan Pablo II, Jacques Chirac repetía a su joven público, como si fuera un conjuro: "¡No tengáis miedo!". Pero no sirvió de nada. ¿Acaso Francia va a contradecir el frontispicio de sus ayuntamientos? ¿Será que tiene miedo de la libertad, miedo de la igualdad, miedo de la fraternidad, miedo del futuro y miedo de su sombra? De ahí la tentación permanente de adoptar la estrategia del caracol y encerrarse en su concha. Jacques Chirac no es Karol Wojtyla. Francia no es la Polonia de Solidaridad.
Hay demasiados franceses que no han comprendido el formidable movimiento de ampliación y fortalecimiento de Europa, que liberó el viejo continente de los vestigios del fascismo en España y Portugal, del comunismo en Europa central, del despotismo y la corrupción post-comunista en Belgrado, Tiblisi, Kiev... Desde Berlín en 1953, pasando por Poznan y Budapest en 1956, Praga en 1968, Solidaridad, hasta Kiev en 2005, la ola emancipadora de la sociedad europea no aguarda a que le den permiso, no se detiene cuando lo ordena París y no ha terminado su recorrido. Los pueblos que se liberan desean incorporarse a una Unión Europea democrática, pacífica y próspera. En 2003, Jacques Chirac les mandó que obedecieran: "¡No tienen más derecho que a callarse!". ¿Se dio cuenta de que así abría las puertas al desprecio y la xenofobia? Si Francia persiste en sus narcisismos y confirma su no, se estará preparando un futuro magnífico, aunque un poco descolgado: el del principado de Mónaco. Narciso acabó por ahogarse en su propio reflejo.
André Glucksmann es filósofo francés. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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