Entre dos fuegos en Chechenia
ALJÁN KALÁ, 1 DE ENERO DE 2000
"Está curando a los cerdos rusos: ejecutadle"
El corazón me saltaba en el pecho, apenas podía respirar. Sabía que estaba a punto de morir. Perder la vida a manos de los rusos en nombre de la independencia era una cosa; ser eliminado por Arbi Baráyev [señor de la guerra checheno] no tenía ningún sentido. La vida no significaba nada para él. Una vez disparó sobre otra persona sólo porque su coche le impedía circular.
"Supongo que esperaba verme suplicar clemencia, pero lo único que yo quería decir era lo que pensaba de él y de su 'tribunal'. No tenía nada que perder. Dijera lo que dijera, hiciera lo que hiciera, no serviría de nada"
"Explotó otra mina, que desgarró el pie derecho y el tobillo de Basáyev. Se desató el pánico, la gente corrió, pisando más minas aún. Yaciendo en la nieve, gritó: '¡Dejad de correr!"
"Cuando se fueron, Rumani envolvió de inmediato en plástico el pie amputado y se lo entregó a los parientes de Shamil Basáyev para que lo enterraran"
Los hombres de Baráyev me llevaron a mi consulta y me empujaron al rincón más alejado de la derecha. Me quedé allí de pie con la espalda contra la pared, flanqueado por dos fusiles apoyados contra mi pecho. No podía ver la cara de Baráyev: se sentó dándome la espalda. Había puesto mi silla en la cabecera de la mesa, el lugar desde el que yo sermoneaba al personal cada mañana. La habitación estaba helada, con la clase de frío que cala hasta los huesos. Bajo mi ropa de quirófano cubierta de sangre llevaba varios jerséis. Tenía los pies entumecidos; tensé los músculos para evitar el temblor de mis extremidades. Lo último que quería era que Baráyev y sus esbirros pensaran que tenía miedo.
Baráyev situó a seis de sus tenientes de más confianza a cada lado de la mesa; éstos apoyaron sus fusiles contra las sillas. Había elegido aquellos hombres barbados con gorros de esquí negros de su ejército privado para constituir un tribunal de la sharía. Llamaba emires a sus miembros. Emir no es una palabra chechena; en árabe significa "comandante". Baráyev se refería a sí mismo como emir en jefe. Francamente, dudé que Baráyev pudiera reconocer un tribunal de la sharía aunque lo tuviera delante de las narices. Los jueces del tribunal deben saber árabe y ser capaces de leer el Corán en su versión original. No había ningún Corán a la vista, y el procedimiento era una charada que pretendía acallar las voces de protesta que se levantarían en Alján Kalá al saber que habían matado a su único médico. Baráyev podría decir: "El tribunal de la sharía le ha declarado culpable. Ha sido decisión del tribunal. El deseo de Alá".
Baráyev se sentó e informó a sus hombres:
-Estamos aquí para juzgar a este hombre. Es un buen cirujano, pero ha creado un hospital para el enemigo -se volvió hacia el teniente que estaba a su derecha-. Os pido a todos que manifestéis vuestra opinión.
El primer combatiente se levantó.
-Los rusos llegaron a su casa en un blindado para tropas. Él se montó y se fueron todos juntos -dijo-. Todo el mundo sabe que trabaja para ellos.
-Durante la Operación Jihad tenemos derecho a matar a los traidores -afirmó otro.
-Estamos en guerra y, según cualquier tribunal, debe ser condenado a morir ante un pelotón de fusilamiento por haber salvado las vidas de nuestros enemigos -espetó un tercero.
-Está curando a los cerdos rusos. Ejecutadle -declaró un cuarto.
La enumeración de mis pecados estaba salpicada por el sonoro fuego de mortero del exterior. El ataque ruso contra el contingente de Baráyev había comenzado en las afueras del pueblo, cerca del elevador de grano. Oí una explosión que resultó ser la voladura de un blindado para tropas. Al instante llegaron más heridos al hospital y escuché gritos en los pasillos.
Mis autodenominados jueces no eran de Aljan-Kala y no tenían ni idea de lo que había estado haciendo allí. Intimidados por Baráyev, se limitaban a darle la razón: "Traidor. Trabaja para el enemigo. Merece morir". Pero Baráyev y su familia eran del pueblo, y él sabía muy bien a quién había tratado. Sabía que si monté en un blindado ruso fue para llevar heridos al hospital. Sabía que había atendido a combatientes chechenos, mujeres y niños. No era estúpido; sólo estaba haciendo una demostración de fuerza y de su carácter sanguinario.
-En conclusión: todos estamos de acuerdo en que hay que ejecutarle -anunció después de escuchar a sus emires-. El tribunal de la sharía te concede el derecho a decir la última palabra. ¿Qué dices?
Supongo que esperaba verme suplicar clemencia, pero lo único que yo quería decir era lo que pensaba de él y su tribunal. No tenía nada que perder. Dijera lo que dijera e hiciera lo que hiciera, no serviría de nada. La decisión ya había sido tomada. Lo que más me sorprendió, sin embargo, fue que Baráyev estuviera más interesado por su tribunal que por el combate entre los rusos y sus hombres, que se intensificaba minuto a minuto.
-Abrí este hospital para mis conciudadanos y para los refugiados y para todo aquel que necesitara ayuda -dije sobre el ruido del combate-. Hoy he evacuado setenta pacientes para salvarlos de los rusos. La mitad de ellos eran combatientes chechenos. La gente del pueblo sabe muy bien que no soy ningún traidor. Saben que los opero. Así que decir que lo soy es una tontería. Sigo los preceptos del Corán. Es cierto que no soy un erudito y que no lo he leído entero, pero sé que dice que se haga el bien. Dice que se ayude a los necesitados. Vosotros no tenéis ni idea de lo que dice el Corán. Vuestra ley es la ley del Kaláshnikov. Habéis venido a matarme, pero vuestra presencia provocará víctimas entre la gente de Alján Kalá, y, como vais a matarme, no podré curarlas.
Los emires se movieron inquietos y se mesaron las barbas.
-Y una cosa más -añadí dirigiéndome a Baráyev-. ¿Has olvidado que en 1995, cuando me pediste ayuda, te saqué una bala del cuello? ¿Has olvidado que te salvé la vida? Y ahora me envías a la muerte; ¡extraña forma la tuya de mostrar gratitud! ¿Has olvidado que hay muchas personas que pasan por lo mismo que tú y me piden ayuda?
En aquel momento hubo otra explosión más cerca del hospital. Los marcos de las ventanas vibraron. Los emires se miraron sorprendidos, pero guardaron silencio. No debían de saber nada sobre la ayuda que le presté a Baráyev. Mientras estaba contra la pared preguntándome qué haría Baráyev a continuación, voces presas del pánico llenaron el corredor:
-¿Dónde está el médico? ¡Necesitamos un médico!
Una puerta se cerró de golpe y alguien corrió por el pasillo. Baráyev se puso en pie de un salto, se precipitó hacia la puerta y la abrió de par en par. Uno de sus guardias gritó:
-¡Combatientes heridos! Cuatro combatientes y dos rusos.
Baráyev se dirigió a sus emires:
-Vigiladle -dijo-. Que atienda a nuestra gente; ya le ejecutaremos antes de irnos.
Fui corriendo al quirófano y empecé a trabajar. Una hora después, Rumani apareció inesperadamente.
-En Kulari me han dicho que todavía estaba aquí, por eso he vuelto -dijo-. Supuse que necesitaría ayuda.
Me alegraba contar con la ayuda de Rumani, pero me apenaba poner su vida en peligro.
Cuando vi que los guardias de Baráyev habían puesto sobre un colchón a uno de sus hombres al lado de un soldado ruso, me preparé para el conflicto.
-¿Qué va a hacer con él? -me preguntó uno de los guardias señalando al joven ruso herido de metralla en piernas y espalda.
-Le voy a operar -contesté.
-¡No toque a esos cerdos! -gritó.
-Están heridos. Para mí, todos los heridos son iguales.
-¿Y eso qué significa? ¿Quiere decir que yo también soy un cerdo?
Agarró su fusil y lo agitó en mi dirección, descargando unos tiros contra el techo.
-¡Le dispararé! -berreó.
Me tiré encima y sujeté su fusil. En plena lucha, uno de mis voluntarios llegó a la carrera:
-¡Deje en paz al doctor!
El hombre de Baráyev era débil, y pude arreglármelas para quitarle el arma.
-¡En este hospital soy yo quien da las órdenes! -chillé-. ¡Le gusten o no, tiene que obedecerlas!
Uno de los jóvenes rusos, viendo la confrontación, se dirigió a mí:
-Doctor, déjenos. No se meta en líos por nosotros.
-No hay problema -dije-. El próximo al que voy a atender vas a ser tú.
En las treinta y seis horas siguientes, Rumani y yo trabajamos contrarreloj en el quirófano, echando alguna cabezada ocasional si perdíamos la concentración. Mientras operábamos, la artillería rusa machacó el pueblo y los hombres de Baráyev lucharon a tiros con los federales. Las ventanas y los marcos de las puertas volaron; los sacos terreros que habíamos puesto contra la fachada del quirófano se cayeron y en ese momento hubo un impacto directo contra el tejado. Las casas que rodeaban al hospital, que nos proporcionaban cierta protección, recibieron numerosos impactos para ser finalmente presas de las llamas. Baráyev desapareció aprovechando la confusión. Ni siquiera sus hombres lograron encontrarlo.
A las dos de la madrugada del 4 de enero, los hombres de Baráyev se llevaron a sus heridos y se fueron, dejando 12 de sus muertos en el pasillo. Sin ninguna duda, habrían disparado contra los soldados rusos si yo no hubiera estado allí. Más tarde, algunos vecinos me contaron cómo cruzaron el río Baráyev y su esposa: los llevaban sobre una camilla del ejército; "iban como reyes", dijeron con disgusto. Sus combatientes y los heridos tuvieron que vadear el río, con el agua helada hasta el pecho. Aunque eran las dos de la madrugada había tanta claridad como si fuera de día, a causa de las bengalas rusas. Algunos vecinos se acercaron a los federales, les dijeron que Baráyev se había ido y les preguntaron por qué no lo mataban. "No nos han dado la orden", fue la respuesta. Pero sí podían disparar contra pacíficos civiles. Oí decir que cuando Baráyev y sus hombres llegaron a Kulari, los ancianos de la localidad les negaron la entrada:
- Ya es suficiente con lo ocurrido en Alján Kalá -dijeron.
31 DE ENERO DE 2000
El pie de Basáyev
Cuatro mil personas habían huido de Grozni durante la noche. Entre ellas había 2.000 combatientes al mando de los comandantes chechenos más importantes, Shamil Basáyev [principal jefe guerrillero independentista] incluido; incontables refugiados; unos cincuenta soldados rusos, veinte de ellos heridos; y varios periodistas extranjeros. Desde el principio de la segunda guerra, las veinticuatro horas de bombardeos al día habían pulverizado la ciudad en un intento por sacar de ella a los combatientes. No quedaban edificios en pie, sólo paredes truncadas, ventanas sin cristales, escombros ardientes. Aquella ciudad una vez próspera había sido arrasada. Sin comida, sin electricidad, sin agua, miles de personas estaban atrapadas en los sótanos, con las ratas. En las últimas semanas, los misiles de penetración y las bombas de vacío habían matado a miles, así que Shamil Basáyev dio por fin la orden de evacuación. El plan de los combatientes chechenos era retirarse a las montañas y perpetrar ataques de guerrillas.
Nevaba con fuerza cuando la evacuación comenzó. Shamil Basáyev y otros comandantes, entre los que se encontraba Lecha Dudáiev, el sobrino del último presidente checheno, abrían el camino. Los combatientes avanzaron por un estrecho sendero que conducía al sur, siguiendo el río Sunzha y pasando por el asentamiento de Kirova. El camino era difícil porque había nevado durante tres días y en ciertos lugares la nieve les llegaba a las rodillas. Los rusos habían minado un campo cercano al río, a unos cinco kilómetros de Alján-Kalá. Más tarde, un general ruso diría a la prensa que habían "tendido una trampa" a Basáyev. Eso no era cierto. Basáyev y sus hombres conocían la existencia de las minas, pero la nieve los desorientó y se salieron del sendero. Los comandantes se reunieron para decidir el camino que debían seguir. Algunos propusieron mandar por delante a los soldados rusos para que las minas explotaran a su paso, dejando libre acceso a los demás. Lecha Dudáiev y otros comandantes mostraron su desacuerdo. Arguyeron que enviar a la muerte a soldados rusos desarmados contradecía el espíritu de la lucha chechena por la independencia y la fe musulmana. Shamil Basáyev estuvo de acuerdo y dijo que como comandante de mayor edad sería él quien guiara la procesión por el campo minado. Así que se pusieron en marcha. Para proteger la vida de su líder, dos de sus guardaespaldas se le adelantaron, sacrificándose al pisar las minas, pero abriendo un paso seguro. Unos metros más adelante explosionó otra mina desgarrando el pie derecho y el tobillo de Basáyev. Se desató el pánico y la gente comenzó a correr en distintas direcciones, pisando más minas aún. Yaciendo sobre la nieve, Basáyev gritó: "¡Dejad de correr!". Los voluntarios siguieron avanzando para abrir un paso seguro; muchos murieron al pisar las minas.
Entre tanto, los francotiradores y los tanques rusos situados en las colinas del este disparaban sobre la gente que huía. Cuando todo acabó, unos 170 muertos yacían en el campo. Los parientes no pudieron acercarse a los cadáveres a causa de las minas. Los cuerpos no fueron retirados hasta muchos meses después.
Al hospital llegaron finalmente unos 300 heridos. Recorrí los pasillos para evaluar los daños. La sangre me salpicó los pantalones y me empapó los zapatos. Al mirar los heridos me impresionó la estoicidad de sus actitudes. Muy pocos se quejaban o pedían calmantes a gritos. Algunos leían el Corán; otros confortaban a sus compañeros. Los combatientes eran, en su mayoría, muchachos jóvenes de aldeas chechenas.
La situación me puso enfermo. La guerra se estaba cobrando lo mejor de Chechenia. Eran casi unos niños, no tenían más de 18 o 19 años, acababan de salir de la escuela. Me llamó la atención un joven combatiente que perdía y recuperaba el sentido; a su lado yacía una joven con un pie destrozado. El muchacho estaba pálido debido a la pérdida de sangre; sus ojos abiertos de par en par eran el heraldo de la muerte. Dije a Nuradi que lo llevaran a la mesa de operaciones.
-No. No -murmuró el joven. Su voz era tan débil que me agaché sobre él para oírle mejor-. Llévela a ella -dijo, señalando a la joven.
-Tu situación es más seria que la suya.
-Atiéndala a ella primero -insistió mientras sus ojos se cerraban lentamente. La nobleza que demostraba el muchacho al ceder su puesto me llenó de orgullo, pero también de angustia y de una terrible tristeza.
-¡Hagan una lista de los más graves! -grité a las enfermeras-. Apunten sus nombres. Tráiganme primero a quien haya perdido más sangre. ¡Deprisa! ¡Examinen a todo el mundo! ¡Tómenles el pulso!
Mientras yo trabajaba, la gente del pueblo se acercó para donar sangre. La primera persona que operé fue un combatiente con las piernas destrozadas y una rodilla dislocada. No hubo forma de salvar sus piernas. Mi segundo paciente fue Basáyev; los rusos tenían tantas ganas de deshacerse de él que ofrecían una recompensa de un millón de dólares por su captura. La vida da giros inesperados. Cuando le conocí en la escuela era un niño muy tranquilo que sólo se interesaba por el fútbol. Al verle en el corredor apenas le reconocí: su cara, cubierta por una enmarañada barba, estaba llena de sangre, de tierra y de pólvora; sus manos, congeladas, estaban cubiertas de vendas.
-¿Eres tú, Khassan? -preguntó cuando me incliné sobre él. La explosión le había cegado-. No me operes a mí. Atiende primero a los jóvenes.
-Ha perdido mucha sangre -repliqué. Le coloqué el tensiómetro y leí los resultados: 60 de sistólica, 40 de diastólica: una presión sanguínea que indicaba la proximidad de la muerte. Es probable que hubiera perdido el 50%de su sangre; moriría en una media hora. Tenía que darme prisa. Su falta de oxigenación, debida a la disminución de la corriente sanguínea, era evidente.
Bajo la tierra y la pólvora, su piel tenía la blancura del papel, en contraste con la negrura de su barba. Le quité lo que quedaba de sus botas militares. La planta de su pie derecho estaba desgarrada; le colgaban tendones, tejido muscular y fragmentos pulverizados de la tibia y el peroné.
-¿Le duele? -pregunté-. Está muy tranquilo.
-No quiero molestarte mientras trabajas -susurró.
-Voy a tener que amputar a la altura del tobillo.
-Haz lo que debas hacer -contestó-. Pero si otros están peor, atiéndeles primero.
Insertamos dos vías intravenosas en sus brazos, una de glucosa y otra de poliglukina; después ordené a mi enfermera que le tomara la tensión cada tres minutos y me dijera los resultados. Nos las arreglamos para subirla a 80/60.
En aquel momento ya se había corrido la voz de que Shamil Basáyev estaba entre los heridos. Algunos periodistas occidentales irrumpieron en el quirófano, disparando locamente sus cámaras con el deseo de conseguir la imagen del azote de Rusia. Les ordené que salieran. La única persona que se quedó y grabó la operación en su totalidad con una cámara de vídeo fue mi sobrino Adam; Reuters distribuyó más tarde la grabación por todo el mundo.
Rumani rasgó la pernera derecha de Basáyev, empapada de sangre y nieve, desde el tobillo hasta la rodilla y extendió tintura de yodo sobre la zona que íbamos a intervenir: por encima del tobillo. Inyecté lidocaína en dicha zona e hice una incisión vertical con un escalpelo a lo largo de la tibia. A continuación empecé a cortar, capa a capa, atravesando los músculos y el tejido conectivo, pinzándolos y después cosiendo paso a paso los fragmentos de los músculos cortados, los vasos sanguíneos y las arterias simultáneamente.
Me ayudó mi sobrino Alí, que inmovilizó la pierna de Basáyev mientras yo separaba escrupulosamente la carne y el músculo de los huesos, a lo largo de la línea de amputación, unos centímetros por encima del tobillo. Después, con mi sierra de arco de carpintero, serré los dos huesos de la pierna. Por último cosí un trozo de piel con grapas quirúrgicas al tejido sano que rodeaba al muñón e inserté tubos de drenaje fabricados con dedos de un par de guantes de cirujano.
Tan pronto como acabé, los guardias de Basáyev lo sacaron del edificio porque sabían que los rusos intentarían darle caza. Cuando se fueron, Rumani envolvió de inmediato en plástico el pie amputado y se lo entregó a los parientes de Basáyev para que lo enterraran.
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