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Columna
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Se aclara el panorama

El panorama de las reformas estatutarias empieza a aclararse. Todavía estamos en un momento de confusión, como ocurre siempre y de manera inevitable en todo país democráticamente constituido cuando lo que está en juego es la distribución territorial del poder, pero la confusión actual es considerablemente menor que la que teníamos hace unos meses. A pesar del enorme ruido que generan los agoreros que pronostican la desintegración territorial de España, nada de lo que ha ocurrido en lo que llevamos de legislatura en general y en los últimos cuatro meses en particular en ninguna de las comunidades autónomas supone un riesgo para el modelo de estructura del Estado que se ha constituido a partir de la entrada en vigor de la Constitución a finales de 1978. Todo lo contrario. Estamos asistiendo a una progresiva reafirmación de dicho modelo.

Ninguna autonomía puede definir unilateralmente su fórmula de gobierno y su relación con el Estado

Sin duda, lo más decisivo en esta reafirmación ha sido lo ocurrido en el País Vasco. Tras la aprobación del Plan Ibarretxe en el Parlamento vasco en diciembre de 2004, parecía que nos encontrábamos en un callejón sin salida, es decir, en una situación que no podía ser resuelta mediante el uso del derecho, sino mediante el ejercicio de la fuerza. Y, sin embargo, no ha sido así. El Plan Ibarretxe ha sido desactivado de una manera impecablemente democrática mediante la combinación de tres decisiones consecutivas de tres actores políticos distintos:

1ª. Mediante la decisión del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero de no recurrirlo ante el Tribunal Constitucional, lo que hubiera yugulado la posibilidad de su debate político en sede parlamentaria y alimentado consiguientemente el victimismo nacionalista.

2ª. Mediante la decisión abrumadoramente mayoritaria del Congreso de los Diputados el 1 de febrero de 2005, tras el debate con Juan José Ibarretxe en representación del Parlamento vasco.

3ª. Mediante la decisión del cuerpo electoral vasco en las recientemente celebradas elecciones autonómicas, en las que se ha rechazado de manera inequívoca el plebiscito sobre su persona y el referéndum sobre su plan en que Juan José Ibarretxe había querido convertir dichas elecciones con la disolución del Parlamento al día siguiente de la votación del Congreso de los Diputados.

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A nada que se reflexione sobre lo sucedido en estos primeros cuatro meses de 2005, se concluirá que hemos asistido al fin de la aventura soberanista que se había gestado en el País Vasco a lo largo de las dos pasadas legislaturas, con el Pacto de Lizarra al final de la legislatura 1996-2000 y con el Plan Ibarretxe en la legislatura 2000-2004. Esta era la dirección en la que caminaba el País Vasco. Era un asalto frontal a la estructura del Estado. Este asalto es el que ha sido expresamente rechazado. En la decisión del cuerpo electoral vasco hay una reivindicación implícita y una exigencia algo más que implícita de un modelo de convivencia que tenga un consenso no menor que el que estuvo en el origen de la autonomía vasca, expresado por el Estatuto de Guernica. En la decisión del cuerpo electoral vasco hay, por tanto, una reafirmación del modelo Constitucional-Estatutario frente al modelo Estatuto de Libre Asociación.

La trascendencia de la desactivación de manera democráticamente impecable del Plan Ibarretxe para todas las demás operaciones de reforma estatutaria salta a la vista. En estos primeros cuatro meses de 2005 se ha reafirmado la indiscutibilidad del marco de referencia de cualquier operación de reforma. Ninguna comunidad autónoma puede definir unilateralmente su fórmula de gobierno y su relación con el Estado, sino que únicamente puede hacerlo mediante la negociación con el Gobierno de la Nación y el Congreso de los Diputados y dentro del marco constitucional vigente en cada momento.

La decisión fundamental sobre la reforma de los estatutos de autonomía se ha tomado ya. El modelo de estructura del Estado definido a través de la combinación de la Constitución y los estatutos de autonomía, entendidos no como compartimentos estancos sino como vasos comunicantes, no es revisable. Se pueden hacer reformas dentro del mismo, pero no reformas que se salgan de él.

Aquí es donde va a entrar el protagonismo de Cataluña y Andalucía, que van a discutir casi simultáneamente los proyectos de reforma de sus estatutos de autonomía. Son ellas las que van a actualizar el contenido del derecho a la autonomía tras los casi 25 años de experiencia en el ejercicio del mismo. Lo que ellas decidan se convertirá de manera inexorable en la norma para todas las demás.

El hecho de que ambas vayan a hacerlo de manera simultánea creo que es una garantía para todos los españoles, independientemente de cuál sea la comunidad autónoma en la que residan. Y es un indicador de lo que ha avanzado constitucionalmente España en lo que a distribución territorial del poder se refiere. En 1931 fue Cataluña exclusivamente la que reivindicó e impuso como exigencia propia el derecho a la autonomía. En 1977-79 fueron País Vasco y Cataluña las que negociaron de manera casi exclusiva el ejercicio del derecho a la autonomía, sin que las demás comunidades autónomas tuvieran prácticamente nada que decir en la definición inicial del modelo de estructura del Estado. En 2005, una vez aparcada por el momento la reforma estatutaria vasca, son Cataluña y Andalucía conjuntamente las que van a decidir qué actualización del contenido del derecho a la autonomía cabe en la Constitución.

Ésta es la razón por la que estoy plenamente de acuerdo con el calendario para la reforma estatutaria que se está abriendo paso en el Parlamento de Andalucía. Visto con perspectiva histórica, lo que se está haciendo es de importancia colosal. Estamos ante el mejor indicador de normalización constitucional de la estructura del Estado en que se podía pensar.

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