Benedicto XVI
Me invade una profunda tristeza tras haber conocido la decisión del cónclave de proclamar papa a Joseph Ratzinger, no sólo como ciudadano de a pie sino también desde mi condición de cristiano católico, miembro de una pequeña comunidad cristiana y católica de Valencia. Tenía una gran esperanza en este nuevo tiempo de la Iglesia, donde deberían escucharse los gritos del Tercer Mundo, las grandes verdades del Concilio Vaticano II, olvidadas muchas de ellas por el papa Juan Pablo II, y las voces de muchos creyentes que pedían una apertura y un cambio dentro de la institución vaticana.
Lo que mejor define al nuevo pontífice es su condición de inquisidor, de censor, que ha ejercido con mano firme, cortando cualquier viento nuevo que soplara en la Iglesia. Ni representa a los pobres de la Tierra, ni tiene la alegría y el carisma para poder conectar con los jóvenes, ni puede considerarse como un paradigma de ciudadano del siglo XXI. Además de representar la autoridad y la prepotencia de un Estado absoluto que es la más obsoleta de todas las naciones, pendiente de firmar muchos convenios internacionales sobre derechos humanos fundamentales.
No alcanzo a comprender cómo el cónclave de cardenales ha elegido a una persona que ha generado tanto malestar entre muchos católicos, teólogos y fieles de la calle, puesto que la Iglesia debe ser guiada por un pastor muchísimo más ecuménico. Los católicos necesitan recuperar el espíritu de Jesús, de ser "buena noticia" para los pequeños, los oprimidos, los perseguidos y los olvidados, más que condenar y alimentar con "moralina" fácil el vacío que generan las incertidumbres de estos tiempos. Y dudo mucho que este nuevo pontífice, que tanto tiempo ha dedicado a la censura, lleve a cabo esa esperanza que muchos, que vibramos con el evangelio, tenemos para nuestra querida y pecadora Iglesia.
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