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Columna
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El secreto

José Luis Ferris

No hace mucho releí una de esas novelas que te dejan una impronta en el alma. A mis diecisiete años -¡qué edad tan vulnerable!-, aquel relato de Unamuno titulado San Manuel Bueno, Mártir venía a proponerme una profunda reflexión sobre la fe, la fe católica y la fe en general. Recuerdo que al acabar aquella historia del sacerdote que vivió y murió impregnado de santidad y que, sin embargo, se llevó a la tumba el secreto de su nula confianza en la existencia de Dios, me sentí tan perplejo como reconfortado.

En un tiempo en el que me acuciaban las preguntas y el deseo de saber y de ordenar el mundo, palabras como dogma, misterio u ortodoxia me sonaban a estafa y a consuelo barato. Responder a cuestiones complejas, a dudas cotidianas y a actitudes morales con verdades reveladas y con dogmas de fe equivalía, según pensaba yo entonces, a no decir nada o a querer decirlo todo en nombre de un pensamiento indiscutible por sagrado. Por eso, que un cura querido y ejemplar como don Manuel, allá en su Valverde de Lucerna, albergara tortuosas dudas sobre Dios y su existencia, no sólo me parecía hermoso y tierno, sino que me hacía creer más que nunca en la dimensión humana y sincera de los ministros de Cristo. En su fuero interno, don Manuel no creía en más vida que ésta. Su dolorosa verdad era la de un hombre sin fe pero convencido de que su labor no debía ser otra que la de vender felicidad desde el púlpito, llenar de esperanza el alma de sus feligreses y regalarles el sueño de una inmortalidad en la que él nunca creyó. "Todas las religiones son verdaderas", afirmaba el sacerdote, "en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir... La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío".

Hoy, no sé por qué, al ver a Benedicto XVI saludando al mundo desde el balcón papal, me he acordado de San Manuel Bueno y he empezado a creer que la imagen dura e inflexible, inquisitorial e intransigente de este Ratzinger no es más que un modo de encubrir su secreto, de ocultar un paganismo condenado a la santidad.

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