La negación del genocidio armenio
Hace ahora noventa años, en la noche del 24 al 25 de abril de 1915, la élite armenia de Constantinopla es arrestada, deportada y asesinada. Es el inicio del genocidio del pueblo armenio otomano realizado de forma premeditada y siguiendo órdenes del Gobierno de los Jóvenes Turcos. En los meses siguientes, más de un millón de personas, cerca de la mitad de la población armenia de Turquía, van a ser liquidadas. Antes de abril se han ido dando pasos que facilitarán el proceso: los armenios que están en unidades del Ejército otomano son desarmados e integrados en batallones de trabajo y poco después se procede a desarmar a la población civil armenia. Las masacres son conocidas desde el principio y la prensa occidental se hace eco de las ejecuciones de los hombres hábiles y de la deportación de viejos, mujeres y niños en unas marchas de la muerte en las que son asaltados, expoliados, violados y, en muy escasas ocasiones, defendidos por los habitantes de las poblaciones por donde pasan o por algunas autoridades locales que se niegan a ejecutar las órdenes. Igual que ocurrirá en ocasiones semejantes, queda siempre una posibilidad de elección, por mínima que sea. No obstante, la mayoría, asesinada o exhausta, perece durante la marcha. Los que sobreviven se convierten en exiliados que han perdido a muchos miembros de sus familias, así como la mayor parte o la totalidad de sus bienes, vendidos a precios irrisorios en el corto plazo previo a la deportación o legalmente expropiados por una "oportuna" Ley de Propietarios Ausentes.
En 1915, los Aliados califican lo que está ocurriendo como crímenes "contra la humanidad y la civilización". Había habido señales de alerta, las masacres hamidianas de 1894-1896 o las de Adana en 1909. Como entonces, la prensa y la opinión occidentales se movilizan, conscientes del alcance de lo que ahora sucede: lo que se busca es el "exterminio de los armenios" dice en octubre de 1915 el titular de L'Illustration. En esto coinciden los informes de misioneros, diplomáticos y otros testigos, entre los que destaca Henry Morghentau, embajador de EE UU, que explica cómo "el Gobierno está aprovechando la oportunidad, cuando todos los países están en guerra, para destruir a la raza armenia".
Hoy, noventa años después, cuando por desgracia el genocidio es un presente continuo -Darfur, ahora mismo- es esencial hacer frente al sufrido por el pueblo armenio. Reconocer los hechos es el primer paso para que la información se transforme en conocimiento, es decir, en conciencia, que necesariamente conlleva el compromiso activo. Sin acción, el "Nunca más" repetido como un mantra tras cada masacre, seguirán siendo palabras vacías, adormideras de la conciencia. El reconocimiento de los hechos, que en el caso armenio están documentados, al igual que la intención genocida del Gobierno turco-otomano (V. Dadrian, R. Kevorkian), es una condición sine qua non. Alemania, al asumir desde muy pronto sus responsabilidades en el Holocausto, ha mostrado el camino. Los Tribunales de la Verdad de Suráfrica, o el reconocimiento ruandés del genocidio de 1994, sin ser en absoluto simétricos, van en la misma línea. Reconocer es un deber hacia las víctimas. El genocidio es un crimen contra la humanidad y todo ser humano tiene la responsabilidad de hacerle frente. Se trata de una responsabilidad, a la par individual y política, que afecta al tejido democrático de la sociedad y del Estado.
No son los perpetradores los que tienen la exclusiva del reconocimiento de los hechos. La responsabilidad es general. Así hay que entender la resolución del Parlamento Europeo que en 1987 "reconoce el genocidio de los armenios en 1915 y pide a Turquía crear las bases para una reconciliación", reconocimiento que reitera en 2002 en su propuesta de creación de un comité internacional de historiadores que ayuden a Turquía a hacerle frente. Pero hasta hoy la República turca sigue sin aceptar el calificativo de genocidio para los hechos de 1915-1916, que, apoyándose en una serie de historiadores, turcos y no turcos, presenta como crímenes cometidos en un periodo de guerra y no como actos genocidas.
El negacionismo puede revestir múltiples rostros. El más simple es la total negación de los hechos, por muy probados que estén, presentándolos como conspirativa invención de poderes ocultos. Pero hay formas más sutiles. Una es la inversión que convierte a la víctima en verdugo y a éste en alguien que practica el legítimo ejercicio de autodefensa: los armenios como la quinta columna del enemigo ruso durante la Primera Guerra Mundial, por lo que su destrucción sería una defensa -legítima- frente a la destrucción de la nación turca a manos de los armenios que, en un ejercicio de cinismo, son presentados como genocidas de los turcos. Una inversión semejante se hace en los planteamientos antisemitas que preceden -y que suceden, hasta hoy- a la Shoah. O la que se da en las semanas previas al genocidio de 1994 cuando la radio hutu transmite a los cuatro vientos consignas contra los tutsis, "cucarachas" invasoras que hay que exterminar. La deshumanización de la víctima, el anuncio previo de las matanzas, la compra de machetes por el Gobierno y su distribución para llevarlas a cabo, no serían sino una abierta ceremonia de legitimación, expuesta a las miradas de todos. Y, por ello mismo, a la responsabilidad de todos.
La equivalencia, la presentación igualadora de las muertes y los sufrimientos de víctimas y verdugos, es un modo más refinado de negación. En este caso se juega con la manipulación de la verdad, entremezclando verdades para construir un espejismo. El espejismo de la simetría. El dolor y la muerte son individuales, cada individuo es un todo completo y, en ese sentido, simétrico a cualquier otro individuo. La muerte, el hecho individual por excelencia, sería entonces el hecho humano más simétrico entre todos. Pero el ser humano es un ser político, no una mónada. Lo es el que muere, el que da la orden de matar, el que ejecuta la orden, el espectador que mira. Aquí la responsabilidad es individual, pero es, sobre todo, política y colectiva. Aquí no hay simetría. Una víctima es una víctima y un perpetrador es un perpetrador, por mucho que aparezcan sumados en una cifra global igualitaria en el recuento indiferenciado de muertos (individuales). Cuando la víctima muere por el hecho de pertenecer a un colectivo y no en su condición de individuo, la simetría neutral del número es, simplemente, un fraude.
El Parlamento turco debate las matanzas en diciembre de 1918, dos meses después de que Turquía firme el armisticio. Se crea una comisión de encuesta y, a partir de 1919, tribunales militares que juzgan y condenan a parte de los responsables (ausentes los más destacados). Meses después, el Tratado de Sèvres (agosto 1920), autoriza la independencia de Armenia, así como la autonomía de la región cultural kurda. Los turcos, liderados por Mustafá Kemal, emprenden desde 1918 una guerra de independencia que denuncia el Tratado, expulsa al Ejército griego de Izmir (atribuida a Grecia en Sèvres), así como a los ejércitos aliados. Un nuevo Tratado (Lausana, 1923) establece que Anatolia y Tracia oriental forman parte de la nueva República Turca, que, con capital en Ankara, se proclama ese mismo año. Una de las primeras medidas de la nueva República, laica, es la abolición del sultanato. Y la negación del genocidio.
Son éstos los años del apogeo de la idea, y la práctica, de la transferencia de poblaciones en aras de una homogeneización nacional que, teóricamente, evitará el estallido de nuevos conflictos: más de un millón de turcos de origen griego se reasientan en Grecia mientras otro medio millón de griegos de origen turco lo hacen en Turquía, sin que esto detenga la violencia contra los armenios. Hay que esperar a 1991, tras la desintegración de la antigua URSS, para que se constituya una República Armenia independiente, con capital en Erevan y con el monte Ararat fuera de sus fronteras. La historia no se ha cerrado: el conflicto de Nagorno-Karavaj con Azerbaiyán sigue sin resolverse.
Homogeneización nacional y negacionismo van prácticamente de la mano. La homogenización turca se acompaña por una paralela destrucción de todos los rastros que quedan de la presencia armenia. Anatolia, núcleo patriótico turco, y lugar de asentamiento armenio durante siglos, es vaciada de memoria y reconstruida con nuevos pobladores, nuevos nombres y nueva historia.
El negacionismo del genocidio armenio precede al de la Shoah. Reconocerlo es el primer paso para prevenir su repetición. Que su reconocimiento sea una condición sin la cual no es admisible la pertenencia a la organización de Estados democráticos es otro. El silencio, en estos casos, equivale a negación, y ésta, además de otros demonios, abre la puerta a la posibilidad de repetición. Está sucediendo en estos mismos momentos en Darfur, ante la mirada de una comunidad internacional que juega la carta de la ayuda humanitaria mientras contempla las masacres. No basta con llorar con, o por, las víctimas. Prevenir exige actuar y el silencio es una forma de inacción, no siempre la menos culpable.
Carmen López Alonso es profesora de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.
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