Volver
El cansancio se debe, en mi caso, a cosas escuetas: demasiadas escaleras, una cuesta por encima de mis posibilidades, tiempos de espera a los que es inútil buscarles una justificación aun inconsistente. Pero también puede cansar la emoción: cansa demorarse más de lo justo en la contemplación de algo bello (saber cerrar los ojos a tiempo es una de las cosas que más tardan en aprenderse), y cansa, cansa con una mezcla rara de reconocimiento y rabia, la emoción de un encuentro de frente, repentino, con cosas ciertas, verdades tan enteras que llevan dentro prácticamente todo.
14 de abril en Madrid. Este año, Izquierda Unida asume la conmemoración de la República como un homenaje a los pocos ancianos que nos van quedando de aquella primavera. Llego al hotel donde tiene lugar la cena de homenaje; voy a mi sitio en la mesa 7 y me encuentro entre Jaime Salinas y Vicenta Camacho, hermana de Marcelino, que está dos mesas más allá. Los discursos: qué raro es que sean medidos, qué pena que no podamos desprendernos de las construcciones calcadas de consignas del siglo pasado.
Ése es el problema, lo que de verdad cansa: ¿qué hacemos con el siglo XX? Es una falta de respeto a todo, a la verdad y a la mentira, sentarse a la mesa de la historia como un cursi -o peor: como un justo fingido- y apartar en el plato que te sirven las cosas que no te gustan, llevarte a la boca solamente las palabras que saben bien, que nacen de la ecuanimidad de un espíritu sano y en milagroso equilibrio por encima del mundo. Cantan himnos (que cansan); y los ancianos, naturalmente, se emocionan. O protestan: Vicenta ha sido citada, como los demás testigos presentes, como resistente. La palabra le parece injusta: hubiera preferido la de militante. Se aplauden todos los nombres. Jaime Salinas mantiene una sonrisa que no parece requerir esfuerzo.
A los homenajeados Izquierda Unida les ha entregado un diploma en el que los nombran miembros de honor de la coalición. En cada diploma está escrito un nombre que es verdad, el nombre verdadero de alguien vivo que se levanta y de pronto el siglo entero vuelve a estar ahí delante. A estas alturas, el cansancio ya emociona. Cuentan esta historia: no está allí, porque han operado a su compañera, el que ha escrito los nombres en cada diploma, que no es otro que Domingo Malagón, el especialista en crear los documentos de identidad, pasaportes y salvoconductos falsos con que muchos de los presentes, y muchos más que ya no viven, entraron y salieron de una España que los perseguía a muerte. Ahora ha escrito nombres verdaderos. La justicia empieza por ahí, llamando a las personas por su nombre, aunque para ellos mismos siempre quede la duda de quiénes han sido y son realmente, qué es lo que han vivido y les ha hecho y deshecho las vidas.
Y llegan más himnos, que apenas oigo ya. Estoy lejos, pensando en que nadie puede reprochar a nadie una reivindicación de la República que se plantea como una recuperación de la política: la verdad y la mentira son cosas de los humanos, la banalidad pertenece al orden de las cosas. El peso de la verdad y la mentira cansa; la banalidad mata. Es hora de volver.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.