El brillo de la mejor Galicia
El Círculo de Bellas Artes muestra en una exposición el esplendor cultural gallego de la época entre 1916 y 1936
Galicia se presenta en el Círculo de Bellas Artes precedida por el destello del esplendor que signó los 20 años más esperanzados de su existencia. La exposición La Galicia moderna, 1916-1936, muestra un mosaico -seleccionado por el académico Antonio Bonet Correa- de las principales manifestaciones literarias, plásticas y políticas que jalonaron aquella época. Y lo hace en el corazón mismo de Madrid, en un edificio singular construido por un gallego esclarecido, el arquitecto Antonio Palacios Remilo, y en la sala dedicada a Pablo Picasso, el malagueño que aprendió parte de su luminoso arte en su adolescencia coruñesa.
Bonet Correa ha comisariado una exposición en la que afloran los amplios conocimientos que le han permitido seleccionar magníficas joyas que, pese a su natural diversidad, surgieron y se mantienen profundamente imbricadas. Más que las piezas exhibidas en sí mismas, entre las que descuellan desde la primera traducción de James Joyce al gallego hasta una arquitectura humana de la pintora Maruja Mallo, nacida en Viveiro, lo que más llama la atención es el empuje creativo que conecta cada objeto artístico allí mostrado, y que pareció adueñarse de una generación de intelectuales gallegos.
Desde la arquitectura de Antonio Tenreiro o Pelegrín Estellés, quienes diseñaron uno de los primeros rascacielos de España en 1921, en la sede coruñesa del Banco Pastor, con nueve plantas, hasta las pinturas de Virxilio Blanco o los carretones de Laxeiro, los paisajes de Carlos Masside o el cine de Velo y la excepcionalmente precursora fotografía de José Suárez. Todos destilan una transparencia que resulta ser expresión de un feliz trastorno inducido desde cambios sociales sorprendentes, que trocaron en creatividad el secular inmovilismo impostado sobre el universo gallego. Pero aquella inercia, que tanta miseria había proyectado sobre Galicia y que a tantos gallegos expulsó de sus tierras, saltó en pedazos en aquellos años.
El campo gallego, al que siempre se culpó de cuantos males atribulaban el país, en su mutación fue, paradójicamente, el inductor de aquel fogonazo con impacto en la industria y en la organización de la vida cotidiana que mudó la faz de todo cuanto tenía que ver con la vida, desde el arte hasta la conciencia de sí de los gallegos.
Fue entonces cuando, por primera vez en su historia, Galicia, enunciada desde la dignidad y el talento de un Alfonso Castelao o de un Vicente Risco, movilizó su herencia celta y la racionalidad legada por Roma. El resultado fue un despliegue insólito de creatividad que la Guerra Civil aplazó cuarenta años, pero que nunca pudo truncar.
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