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COLUMNISTAS
Columna
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El baile interior

Bailar por dentro es lo que, sin duda, hacen algunos viejos cuando creemos que sólo están tomando el sol en el banco de un parque: por eso sonríen. Hay miradas de hombres y mujeres muy mayores (muy crecidos: tanto, que ya están en trance de encogimiento) que son adustas y otras que son excluyentes. Las primeras recogen la mala leche acumulada durante el vivir; las segundas son el producto, seguramente, de la convicción de hallarse en un lugar muy privado, en un camino muy propio, y con más interés por lo transcurrido que por la corta senda que se tiene delante. Pero hay miradas sonrientes, y ésas, creo yo, pertenecen a gente madurada y mayor que todavía se permite bailar por dentro.

Aquellos lectores que pertenecen, más o menos, a mi generación saben a qué me refiero. Te vas despidiendo de ciertas habilidades físicas, aunque hay quien es un atleta hasta los 80: mi amigo beirutí, Nuri, tiene 82 y aún nada junto a las rocas, pero es la excepción. Si no has practicado ejercicio (es más importante hacer gimnasia a partir de los 50 que cuando se es joven: en este último caso, si lo dejas te atrofias; en el primero, al iniciarte, descubres lo agradecido que es el cuerpo), lo más probable es que te vayas anquilosando.

Pero incluso en el caso más óptimo: adiós a los bailes agitados, a los saltos, a los pasos dificultosos, a las virguerías rítmicas. Ningún problema para quienes siempre han preferido la danza lenta, pero hasta un mero swing bien trenzado requiere una agilidad y coordinación que se resisten. Vamos perdiendo el baile por fuera. Queda el baile por dentro.

La principal ventaja de esta modalidad solitaria radica en que (tal como el adjetivo que acabo de colocarle indica) no precisa de pareja, y puede además practicarse en cualquier posición y situación. Basta con sentir la música que te acompaña.

Lo de sin pareja es relativo. Anoche mismo, saliendo del gabinete de recuperación al que acudo para mejorar mi rodilla, el taxista resultó simpático y tenía puesto a Van Morrison. "Qué bueno", comenté. "Sí, el rey de los cantantes irlandeses", dijo, satisfecho. Empezamos los dos a menearnos por dentro como dos posesos. Exteriormente no se nos notaba nada, pero bailábamos.

En casa yo me despierto con la música que más feliz me hace últimamente: la de la síntesis, el mestizaje, el turmix. Fusión, lo llaman. Pero en la voz de Carmen París (su último doble CD: Jotera lo serás tú, mano de pecador para los ánimos) eso ofrece una considerable dosis de originalidad, no los chilli-lo-que-sea al uso. Verdaderamente esta joven mujer es pura musicalidad toda ella, y sabe fundir (más que fusionar) hasta ¡el chotis con la ranchera!, con un resultado bellísimo, la jota por en medio (a mí me gusta mucho la jota, y además siempre supe que la Dolores era la única buena del cuento), los ritmos caribeños, la cantautoría de fuste… Caramba, caramba. Qué gusto da descubrir que alguien que tiene toda la vida por delante para mejorar, es ya tan mejor, tan buena. Mediterráneo puro en su obra, y también dolor en su tema Rompiendo la hora, tambores de Calanda para acunar a bravas hembras palestinas.

Decididamente, se baila por dentro sin perder la dignidad escuchando a Carmen París, no digo ya viéndola actuar en directo. Ustedes no lo saben, pero ahora mismo toda yo me muevo interiormente al ritmo de "A la chata mandinga la han encontrao, a caballo de un burro, con un soldao". Una jota moruna con samba, de esas que requieren haber salido un poco por ahí para olfatear que constituye un verdadero himno hispanoamericano: no me importaría que los soldados de Bono desfilaran a sus compases, más que a los de siempre. Por otra parte, está esa Chavalita, que es una de las canciones más deliciosas sobre la infancia que he escuchado, y también una jota "africanizada sobre ajechao salmantino". Dan ganas de subirse a la rama con Carmen, a por higos de la ribera del Ebro. Bueno, en cierto modo, escucharla es eso también, enramarse y reírse de los coscorrones recibidos.

Y el baile interior, que no falte.

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