La última palabra
Claudio Rodríguez (19341999) fue un poeta unitario, pero no lineal. El deliquio visionario y la entonación pletórica de Don de la ebriedad (1953), escrito cuando el poeta salía de la adolescencia, puede haber despistado a algunos, que acaso han atribuido al resto de su obra los rasgos que peculiarizan ese primer libro. Pero sus llamaradas ascensionales compartieron escenario con las zozobras en Conjuros (1958), y se abocaron a un ensayo de fijación de la mirada en Alianza y condena (1965), su libro más complejo, que presenta con rara maestría la cara y la cruz del vivir. En El vuelo de la celebración (1976), los calambres irracionalistas de los comienzos dejan paso a una demorada contemplación escrutadora. Su último libro, Casi una leyenda (1991), muestra los afanes voluntaristas por abrir las ventanas a una claridad que, en sus inicios, le anegaba como una gracia descendente que "viene del cielo". Pero todavía en ese libro existen, además de algunos poemas magníficos, ciertas plasmaciones asombrosas de los formantes de su mundo poético, como las estampas que, partiendo de las podres escatológicas del in ictu oculi -al modo pictórico del barroco sevillano Valdés Leal o, viniéndonos a nuestros días, de José Hernández-, constituyen una cosmofanía en que la vanitas de la putrefacción propicia una suerte de regeneración cósmica. A esa obra irrepetible acaba de dedicar el poeta Vicente Gallego una amplia antología titulada Alto jornal y basada, como reconoce el propio antólogo, más en su propio gusto que en la representatividad de cada uno de los títulos.
Los lectores de Claudio Rodríguez le habíamos oído hablar de unos poemas que iba componiendo trabajosamente y que pensaba agavillar bajo el título de Aventura. Entre los papeles que quedaron a su muerte, una carpeta contenía los múltiples borradores, antetextos y poemas casi definitivos que ahora se nos ofrecen en hermosísima edición facsimilar, al cuidado de Luis García Jambrina, quien ha colocado un prólogo más informativo que interpretativo. El lujoso volumen en que se reúnen los numerosos manuscritos y mecanoscritos de cada una de las once composiciones de Aventura no es una edición crítica ni tampoco una edición convencional. Así lo confiesa el editor, quien ha preferido no meter la cuchara filológica en los poemas. ¿Le hubiéramos perdonado a Jambrina una intervención más activa en el material sobre el que ha trabajado, aun cuando lo que nos presenta como objeto para la contemplación se hubiera convertido en textos para una lectura normalizada? Que cada cual responda como le pete.
Por lo demás, cabe interro-
garse si este volumen, que nos permite seguir el crecimiento sinuoso y lleno de meandros de los poemas a partir de algunos nudos centrales de significación, hubiera variado sustancialmente de haber podido el poeta concluir su trabajo. A estas alturas, la pregunta carece ya de sentido, o cuando menos de respuesta. Cierto que en Aventura hay vacilaciones discursivas, locuciones y sintagmas de otros libros suyos, y hasta alguna caída que acaso habría evitado si la vida le hubiera dado, generosa, el tiempo que le negó para pasar la lima. Algo está claro, de todos modos: estos poemas y esbozos de poemas son mucho más que rebañaduras de un talento agotado. En este mar de los sargazos festoneado de tachaduras, apostillas, dobles o triples propuestas de un mismo verso, asoman todavía los fulgores de una antigua revelación, como la que genera ese viento marino que recorre "la herida costa a costa" para ejercer sobre nosotros, "preso y libre en el canto", una tarea redentora.
Claudio Rodríguez. Alto jornal. Selección de Vicente Gallego. Renacimiento. Sevilla, 2005. 200 páginas. 10 euros. Aventura. Edición facsimilar a cargo de Luis García Jambrina. Tropismos. Salamanca, 2005. XXV+244 páginas. 39 euros.
