Un alumno de Ratzinger demasiado joven y liberal
En el antiguo palacio de los príncipes-arzobispos de Salzburgo, convertido en provisional sala de acreditaciones para la prensa, la entrada del cardenal de Viena, Christoph Schönborn, produjo un inmediato revuelo. Era finales de junio de 1998, y el Papa realizaba su tercer viaje a Austria, la nación del catolicismo rebelde. El joven purpurado derrochó sonrisas y atenciones, respondió en inglés, francés e italiano a las innumerables preguntas y demostró sobradamente las cualidades que le avalan como un representante de la nueva Iglesia abierta y accesible, sin dejar de ser profundamente tradicional. Casi siete años después, Schönborn vuelve a despertar el interés de la prensa internacional, en vísperas de un cónclave que se presenta cada vez más confuso.
Pese a su fascinante sonrisa, sus buenos modales y su notable talla intelectual, estamos ante un candidato prácticamente invalidado por su juventud. Christoph von Schönborn nació en Skalken (Bohemia) el 22 de enero de 1945, hijo de una familia aristocrática que dio a la Iglesia casi una veintena de sacerdotes, monseñores y obispos a lo largo de la historia. Su vocación religiosa se debió, sin embargo, según confesión propia, a las cualidades del párroco local, un hombre que rezumaba felicidad, conocido en Austria, adonde la familia se trasladó nada más nacer el pequeño Christoph.
Schönborn ingresó a los 18 años en la orden de los dominicos, con fama de brillantes predicadores, y completó su educación en las universidades de Bonn, Viena, París y Ratisbona, donde fue alumno del cardenal Joseph Ratzinger. Su fuerte son la teología y la filosofía, aunque ha estudiado también psicología, e historia del cristianismo en la Universidad de La Sorbona. Pero en su meteórica carrera eclesiástica han influido otras razones aparte de sus cualidades. Schonbörn fue nombrado obispo con sólo 46 años, arzobispo a los 50, y a los 53 (en el consistorio de 1998) recibió la púrpura cardenalicia. ¿Cuáles eran sus méritos? La mayor parte de las biografías hacen hincapié en el enorme afecto que le profesaba el difunto Papa, pero no debió ser casual en sus nombramientos la situación dramática de la Iglesia austriaca, sacudida por tremendos escándalos sexuales.
El Vaticano se vio en la necesidad de reemplazar al cardenal de Viena, Hermann Gröer, acusado de haber abusado sexualmente durante años de los seminaristas a los que debía educar. Un escándalo que tuvo consecuencias gravísimas en el catolicismo austriaco, enfrentado ya a una poderosa deriva reformista, el movimiento renovador Somos Iglesia, que surge con el objetivo de derribar la estructura medieval de la institución para ponerla en sintonía con los tiempos modernos. El nombre de Schönborn, que manejó la situación con mucha mano izquierda, pero sin llegar a denunciar nunca públicamente a Gröer, se abre camino en la Santa Sede, que le confía en 1995 la archidiócesis de Viena. Y tres años después le eleva al máximo grado eclesiástico, el cardenalato.
Hay que decir que la gestión de la crisis austriaca ha gustado en la curia sólo a medias. Los sectores más puristas consideran que Schönborn ha sido un total fracaso. Pero el cardenal tiene sus valedores. La suya es una visión de la Iglesia más abierta y mundana de la que impera entre la mayoría de sus compañeros en el Colegio Cardenalicio. En uno de los últimos mítines anuales organizados por el movimiento Comunión y Liberación, en Rímini, Schönborn causó sensación por unas declaraciones en las que elogiaba la felicidad menor que proporcionan los placeres de la vida burguesa: "Una buena comida, un buen baño en el mar, antes o después de esta conferencia, o incluso en lugar de la conferencia y, por qué no, una cerveza fresca en un día caluroso de verano".
Por aventurado que resulte cualquier pronóstico sobre el próximo Papa, lo sensato sería que Schönborn fuera un nombre sobresaliente para el siguiente cónclave.
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