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Columna
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La fiesta macabra

Gerhard Schröder, probablemente el canciller más fallido de la Alemania democrática, que hunde ánimo, empleo y esperanza en un país que, cuando estuvo como está, se puso a imaginar soluciones que todos recordamos, no hace más que reírse. Foto preciosa con Putin, ese hombre. Algunos dudamos de que todo ello tenga tanta gracia. Peor es aún, para los que sufrimos de la incurable obsesión de la memoria, que se ría tanto Schröder con Vladímir Putin, en su día educado para carnicero del escudo y la espada (KGB) de un régimen criminal cuyas víctimas se cuentan en decenas de millones y que diariamente nos hace desayunar con muertes, decapitaciones, violaciones, secuestros y extorsiones en su país tan supuestamente moderno. Digo que no sé de qué se ríen Schröder y Putin tanto cuando uno está hundiendo a su país en la precariedad y la desesperanza, los ejércitos de parados y el bloqueo vital, y el otro se dedica a lo que siempre supo hacer, que es movilizar a lo peor de la sociedad rusa para reprimir e impedir por decreto y gracias a sus fuerzas del miedo toda posibilidad de modernización.

Cuando Rusia y Alemania se llevan bien y se ríen tanto juntas, son muchos los europeos que han de pensar que los tiempos no son realmente los mejores y que nos llegan tiempos de amenazas. Si los demás europeos están como hoy, con los franceses más inseguros y corruptos que en tiempos de su triste república y la vecina Weimar, los italianos asfixiados por un ególatra como el que hizo la marcha sobre Roma, y la dignidad enterrada en el Vaticano con mucho fasto pero bajo tierra al fin, quienes recuerdan el Siglo XX tienen derecho a estar algo inquietos.

Hubo en su día un desfile conjunto de la Wehrmacht y el Ejército rojo en Brest-Litovsk en 1939 -en efecto, cuando los nazis y los comunistas estaban tan de acuerdo y eran tan amigos, después del acuerdo entre Ribbentrop y Molotov- y se pusieron a inmolar Polonia a partes iguales. Ahora, por supuesto, nadie va a ser tan enajenado como para creer en paralelismos. Un buen wirtschaftsabkommen (acuerdo económico) entre los dos gigantes, como acaban de firmar dos líderes que destacan el uno por llevar a su país hacia la pobreza y el otro por hacer retornar al suyo a las peores miserias del desprecio al individuo, puede generar grandes expectativas, promesas de inversiones, sugerentes beneficios comunes y por tanto colmarnos a todos de buen humor y proyectos ingentes de armonía que abarquen generaciones y civilizaciones. Por supuesto que a los dos grandes timoneles que ya no defienden sino sus muy amables supervivencias como presidentes accidentales que no querrán irse nunca porque nunca más volverían, no les importa mucho que el comercio privado -y en este caso se puede hablar del único honrado- entre ambos países se haya desmoronado por inseguridades jurídicas, por extorsiones y amenazas y por la propia incapacidad de ambas economías.

Pero hay cosas que dan, como diría mi hija María, "en lo habría que pensar y que, de verdad no me puedo de creer". Es muy lista María, pero batalla aún con la lengua. El día 8 de mayo se celebra la derrota del régimen nazi, el más vil y criminal nunca organizado por seres humanos. Putin y Schröder lo quieren convertir en una gran ceremonia en la que se unan Alemania y Rusia en un nuevo Brest-Litovsk -algo más civil-, los viejos amigos y enemigos, ya unidos en el amor y la cooperación industrial, armamentista, vuelco continental contra rivales transatlánticos y europeos no desmemoriados que insisten en recordar que todo lo libre que ha sido alguna vez Europa lo ha sido precisamente porque ese gran mar de Colón ha unido principios y no separado.

Que Schröder y Putin celebren como gran fecha el final del nazismo queda elegante. Pero que al mismo tiempo convoquen la celebración de la inauguración de casi 50 años de tiranía que Stalin impuso en toda Europa Central y en buena parte de Alemania es una obscenidad que Putin ha asumido encantado. Y a Schröder la historia le da igual. Millones de europeos del centro y del este fueron condenados aquel día a una vida indigna y en muchos casos muy breve, siempre a expensas del capricho criminal del nuevo régimen. Todos celebramos el fin del Tercer Reich, pero hacen bien aquellos líderes del Este de Europa que no irán a la siniestra ceremonia que celebra la renovación de la esclavitud en Europa para mayor gloria del nuevo sátrapa del Kremlin.

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