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Columna
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Velintonia

A Vicente Aleixandre le debo un favor. Un favor de los gordos. Quedaría yo como un estupendo si ahora les dijera que su obra literaria me abrió las puertas al mundo de la poesía o que fue capaz de contagiarme su sensibilidad, su sentido de la belleza o la forma magnánima y serena con que contemplaba la vida. Todo eso, desde luego, pudo ocurrir de haber tenido la fortuna de conocer un poco al personaje o sencillamente si alguien me hubiera encelado con sus versos en la adolescencia, como aconteció con otros poetas de su generación, pero no fue el caso. En realidad, el favor que le debo a don Vicente no se debe a su obra poética, sino a su bondad infinita.

Sucedió una mañana gris del mes de diciembre de 1977, justo el día en que la Academia Sueca le hacía entrega del Premio Nobel de Literatura. La delicada salud de Vicente Aleixandre le impidió acudir a Estocolmo para recibir el galardón de manos del rey Gustavo, y el poeta descansaba en su casa de la calle Velintonia. Aleixandre era el hombre del día, y yo, un tipejo recién salido de la Facultad de Periodismo que había conseguido unas prácticas en la entonces ya mítica cadena SER. El escritor no quiso que el jaleo por el Nobel perturbara su reposo y había rechazado la avalancha de solicitudes de medios de comunicación españoles y extranjeros. Del entonces director de informativos de la SER, Antonio Calderón, recibí el encargo de intentar entrevistar a Aleixandre aquel 10 de diciembre. Calderón, al que con el tiempo aprendería a querer, era un tío que te acojonaba con la mirada y creo que me envió a mí para no gastar un redactor de plantilla en una misión previsiblemente imposible. Me presenté en el número 3 de Velintonia dispuesto a colarme por la chimenea si fuera menester. No obstante, lo intente primero tocando el timbre, a cuyo sonido respondió abriendo la puerta una empleada doméstica. La joven me reiteró la orden tajante que había recibido de don Vicente con respecto a los periodistas. Por el tono amable y conmiserado que empleó conmigo comprendí que había advertido estar ante un auténtico pardillo, así que decidí utilizar el único recurso ajustado a mi realidad, el de dar pena.

Mucha pena debí de dar explicándole lo importante que era para mí conseguir aquella entrevista, porque se metió dentro y escuché cómo rogaba al poeta que recibiera a un pobre chico que se jugaba su puesto de trabajo. Asombrosamente, Aleixandre accedió, no sin antes abroncarme por haber tocado vilmente la fibra lastimera. Sólo faltó arrodillarme pidiéndole disculpas, pero yo estaba allí ese día y en aquel salón por el que había pasado toda la generación del 27. El lugar en el que compartieron momentos de amistad e inspiración personajes como Lorca, Miguel Hernández, Cernuda o Gerardo Diego. El mismo que visitarían después Pablo Neruda o José Hierro. Y lo más importante, estaba con Vicente Aleixandre, una leyenda viva, un poeta de los grandes, un premio Nobel, y todo para mí solo. Fueron 10 minutos nada más y ni siquiera recuerdo lo que le pregunté, seguramente tópicos y chorradas, lo que sí me quedó bien grabado en la memoria fue la sensación intensa de estar ante un hombre sensible y bueno. Uno de esos santos civiles creativos e impermeables a la maldad. Aquella mañana en la radio me recibieron como a un héroe. Gracias al poeta, ese 10 de diciembre del 77 dejé de ser el del botijo.

Aún más importante fue, sin embargo, mi propio reconocimiento de la profesión que aspiraba a ejercer. Comprendí que si el periodismo te permitía conocer a seres humanos como Vicente Aleixandre, ser periodista era lo mejor del mundo. No es fácil devolver un favor de esa naturaleza aunque ahora se me presenta la oportunidad de saldar siquiera parcialmente mi vieja deuda. Y es la de utilizar esta columna para reclamar a las administraciones una solución que salve a Velintonia, 3, del olvido. Estamos hablando de la casa que durante 50 años fue referente y refugio madrileño de varias generaciones de poetas. Un chalet que la Asociación de Amigos de Aleixandre pretende desde hace años que sea comprado a los herederos con el fin de convertirlo en santuario literario. El Ayuntamiento de Madrid, el Gobierno regional y el Ministerio de Cultura manejan ahora la posibilidad de unir sus fuerzas para adquirir Velintonia y rescatar para Madrid la Casa de la Poesía. Se lo debemos todos a Vicente Aleixandre.

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