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Sobre las diputaciones

El consenso necesario sobre la reforma del Estatuto ha tropezado con la primera piedra importante: las Diputaciones Provinciales. El acuerdo de principio de ceñir las mismas a las funciones que les atribuye la legislación de régimen local, que no es otra cosa que congelar el statu quo, dicho sea de paso, ha provocado la airada reacción de los prebostes al mando, con el significativo silencio del señor Fabra. La airada reacción es doble: contra la propuesta en sí y, sobre todo, contra la eventualidad de la comarcalización. Que los señores presidentes de las diputaciones de Alicante y Valencia no quieran ni oír hablar de una administración local valenciana centrada en las comarcas tiene su lógica: la comarcalización dejaría vacías de sentido a sus Diputaciones y con ellas a sus cargos. Mas vayamos por partes.

De entrada hay que señalar que invocar a la Constitución en este asunto no es una idea precisamente feliz. Es cierto que la Constitución garantiza la entidad provincial, pero no garantiza las Diputaciones (más bien al contrario, dice explícitamente que pueden ser sustituidas), ni garantiza las actuales provincias. Las Cortes Generales pueden, mediante ley orgánica, cambiar el mapa provincial cuando deseen y de hecho no han faltado propuestas para convertir a Cataluña en provincia única, lo que acarrearía la supresión de todas las Diputaciones catalanas, por ejemplo, propuestas que no han salido adelante por intereses de partido, por cierto. Mañana puede presentarse y votarse en el Congreso un proyecto de ley que reduzca el número de provincias de cincuenta a diecisiete, pongamos por caso, con lo que, además, desaparecerían todas las Diputaciones. Así que más vale dejar a la Constitución en paz. Invocar la ley fundamental para proteger las actuales Diputaciones pasa por prescindir del pequeño detalle de que las Diputaciones de régimen común no existen en el País Vasco, ni en las provincias insulares, ni en las Comunidades uniprovinciales, es decir no existen en doce de las cincuenta provincias, un cuarto de las provincias no tiene Diputación, menos lobos, Caperucita.

Supuesto que se mantenga el actual mapa provincial lo cierto es que las Diputaciones de régimen común son vulnerables a tres tipos de crítica. En primer lugar, su sistema de elección no precisamente modélico, no sólo porque sea un sistema de elección indirecta o porque sea el último residuo de las técnicas electorales del franquismo, que lo es, sino porque las Diputaciones actuales se proveen mediante un sistema que ni es conforme con la tradición liberal ni con la normativa europea. Desde que la Diputación se inventó en 1812 constantemente ha sido elegida por el mismo procedimiento y los mismos electores que los diputados a Cortes, cosa que ahora sólo sucede en el caso de los Cabildos Insulares canarios y los Consejos Insulares de Baleares, las actuales se proveen a través de un mecanismo en el que es dudoso que se pueda hablar de elección. Además, actuales Diputaciones son la única corporación de su clase en Europa que no es elegida por sufragio universal directo, hasta el punto que para poder ratificar la Carta Europea de la Autonomía Local hubo que hacer reserva al art.3.2. de la misma porque la Carta exige que las corporaciones locales estén regidas por asambleas electas por sufragio universal directo.

En segundo lugar, son criticables por su régimen. Las Diputaciones actuales sencillamente no tienen competencia alguna, la legislación se limita a atribuirles determinadas funciones de asistencia, cooperación y apoyo. La Ley de Régimen Local es bien clara al respecto: las diputaciones tienen las competencias que el legislador, sabio y prudente, le da y les retira en cada momento, y la misma Ley no les fija ninguna. Las Diputaciones están para cubrir las deficiencias de los ayuntamientos. Punto.

Y es aquí donde se inserta la tercera línea de crítica. La Diputación tiene sentido por el minifundismo municipal, de los más de quinientos municipios de la Comunidad algo más de los tres cuartos no tienen y no pueden tener ni los medios, ni el personal, ni la organización para desempeñar adecuadamente sus funciones, su pequeño tamaño lo impide. La Diputación tiene sentido cuando y en la medida en que actúa como rodrigón o muleta de unas municipalidades débiles. Claro que para eso los recursos que la Diputación maneja deben dedicarse única y exclusivamente al apoyo municipal. Y no a gastos que poco tienen que ver con la asistencia a los pequeños ayuntamientos, como crear museos mismamente.

Por supuesto, en un sistema administrativo racionalmente ordenado la Diputación no tendría sentido porque su presupuesto, el minifundismo municipal, no existiría. Pero no es así, y no es previsible que esa realidad de base cambie. Por eso los señores Ripoll y Giner sufren un ataque cuando se habla de comarcalización. Porque las entidades comarcales sí podrían sustituir a las Diputaciones en esa labor imprescindible de apoyo municipal. Lo demás, identidades provinciales incluidas, son excusas de mal pagador en el mejor de los casos. En el peor, síntomas de algo que me parece alarmante: la peneuvización de una parte significativa del PP-CV. Pero de eso hablaremos otro día.

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Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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