El infierno de la memoria
Leí a Helga Schneider (Polonia, 1937) cuando escribió sobre las dos citas que, con una distancia de casi treinta años, mantuvo con su madre. El último de esos encuentros no hizo sino profundizar el abismo que las separaba. Helga Schneider sufrió el abandono cuando su madre decidió alistarse en las SS. Condenada más tarde por el tribunal de Núremberg a seis años de cárcel por crímenes contra la guerra, la mujer nunca renegó de su pasado de verdugo. En una ocasión, ya anciana, le dijo a su hija: "Llámame Mutti, llámame madre", y, en otro momento, abriendo el armario, le mostró a Helga su uniforme de las SS: "Me gustaría vértelo puesto". En Déjame ir, madre (Salamandra, 2002) Schneider escribió sobre el delirio y la culpa, sobre la ausencia y el odio, pero antes, en otro libro, la autora dibujó su infancia y la tristeza y el resentimiento que le fueron naciendo a causa de un gran rechazo y otros abandonos.
NO HAY CIELO SOBRE BERLÍN
Helga Schneider
Traducción de Nieves López Burrell
Salamandra. Barcelona, 2005
251 páginas. 12,90 euros
En ]]>No hay cielo sobre Berlín,]]>
Schneider acota su memoria entre dos otoños: el de 1941, cuando la madre se enrola en las SS, y el de 1946, con la guerra finalizada y el adiós a Berlín donde la niña que ella nunca fue pasó gran parte de ese tiempo. El testimonio autobiográfico es desolador y se nutre con los recuerdos de una niñez quebrantada, una memoria que Schneider recupera sin clemencia para elaborar una tragedia propia de desafectos. En el libro, está el horror de la guerra, la soledad de un internado, el vacío familiar, la irritabilidad de los mayores con una niña considerada difícil y el hacinamiento en un sótano durante un tiempo de la contienda. La reconstrucción de esa mezcla perversa que no desatiende ni detalles mínimos ni horrores feroces no parece hallar alivio en la escritura, pero Schneider todo nos los ofrece sin aspavientos, y esto, como sucedía en Déjame ir, madre, es su principal logro, pues nada detiene a quien lee que acaba el libro derrumbado. Quien nos habla lo hace desde el recuerdo de una infancia anulada, desde la mirada de un ser de cinco, seis, siete, ocho años..., avejentado por la tristeza. Helga Schneider se ha escrito elaborando el drama con los más elementales instrumentos del cuento infantil: una madrastra, una madre muerta (el abandono, el rechazo, cobra el mismo significado que la muerte), un hermano pequeño preferido, un padre que no atiende al sueño roto de la hija y un paisaje que se derrumba. La autora no ha tenido ninguna consideración con su propia infancia, aunque un abuelo casual ilumina sus días, y no duda en señalar culpables, desde esa madre fanática a esos buenos ciudadanos que acudían a las manifestaciones antisemitas o evitaban hablar de los campos de exterminio. Tal vez haya consuelo para una infancia de internado, para días de hacinamiento, para reyertas menores, pero cómo se oculta la soledad de una niña despreciada, de una niña que no entiende por qué el miedo proviene de lugares distintos. El miedo son los soldados de las SS, las bombas de los aliados y el ejército ruso que violenta y amedrenta. En Déjame ir, madre, hubo el duelo de una mujer escindida entre el deseo de querer y de rechazar. En No hay cielo sobre Berlín, el infierno está en una infancia que se reconstruye de modo asombroso, en una memoria prodigiosa que se mantiene tan terriblemente viva.
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