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EL FIN DE UN PAPADO | Las relaciones con China
Columna
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Los que no lloraron a Juan Pablo II

Pocas o ninguna personalidad mundial podía suscitar el maremoto de oración fúnebre y respeto de la desaparición de Juan Pablo II, y no sólo entre católicos, ex católicos, y poscatólicos, sino en todo el mundo. Pero, por sincero que haya sido el tributo, ni siquiera Karol Wojtyla hace la unanimidad. Sus críticos callan, pero ahí andan.

Los grandes damnificados de su pontificado parece que deberían ser los comunistas ortodoxos, aquellos que se han quedado literalmente sin parroquia; pero no es entre ellos donde hay que buscar las pulsiones más gravemente contrarias, por la sencilla razón de que ya casi no hay comunistas. La gran mayoría de los apparatchik que vivía del negocio, más quienes honradamente les siguieran, han fundado nuevos partidos, se han corrido hacia la socialdemocracia, o aún más a la derecha. En el comunismo que queda, aún menos cabe buscar a sus verdaderos críticos, porque China y Corea del Norte miran los fastos mortuorios más con curiosidad que frunciendo el ceño; y, por fin, en el comunismo que aún se jacta de serlo, Cuba, reina la gratitud por el viaje papal a la isla en 1998, y las repetidas declaraciones del Pontífice contra el embargo norteamericano. Fidel Castro lamenta la muerte del Papa polaco. ¿Quién, entonces, no lo ha sentido tanto?

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En primer lugar, hay que mirar dentro de otras expresiones de la propia fe cristiana. Parece improbable que la línea más extrema del protestantismo sectario, el que viene de secta, y no de Iglesias como la luterana o la anglicana, haya derramado amargas lágrimas. Ése es el protestantismo que lleva el peso del combate por convertir a América Latina. The New York Times publicaba hace unos años que cada 24 horas se hacían protestantes unos 8.000 latinoamericanos, y especulaba con el día en que ese mundo, que durante la mayor parte del siglo XX había sido la mejor cantera de la Iglesia, dejara de ser mayoritariamente católico. Y no parece que pudieran amar demasiado al Papa las mismas confesiones que trataban de arrebatarle su feligresía, amén de otros escarnios como debatir si el catolicismo forma parte o no del mundo cristiano. Tampoco, de otro lado, debiera de haber grandes reservas de aprecio en sectores de la ortodoxia rusa, como el patriarcado de Moscú, donde Alexéi II impidió una y otra vez a Juan Pablo II que visitara Rusia, por temor a su cuajo proselitista.

En segundo lugar, lo político. Difícilmente, los neoconservadores norteamericanos pueden haber celebrado sin reservas la obra completa del Papa, por la rotundidad con que éste condenó su gran proyecto, la guerra de Irak, de la misma forma que antes había anatematizado el cerco de La Habana. E, igualmente, el sionismo radical, el de los colonos que no quieren abandonar ni un palmo de la tierra ocupada, tampoco podían tener una gran opinión de Juan Pablo II, al que veían como un enemigo objetivo por su apoyo a la causa palestina y a la internacionalización de Jerusalén, que una resolución de la ONU declaró corpus separátum.

Finalmente, entre los movimientos se halla el terrorismo internacional, representado por Al Qaeda, la organización de Osama Bin Laden, que mal puede valorar la labor papal, por todo su acercamiento y comprensión del judaísmo, lo que, justamente, reconoce el Gobierno de Jerusalén. Y junto a esa fuerza, otro colectivo que parapeta su racismo en partidos legales, de corte neonazi o fascista, muy aficionados a considerarse como Frentes, que supuran sus más arraigadas creencias con la negación de las cámaras de gas, la admiración por Hitler o la nostalgia de los caudillos criminales. No por azar ese personal es tan antiárabe como antijudío, y es natural que esos antisemitas sientan especial aversión al Papa, porque siendo, al menos en Europa del sur, un número no menor de sus adeptos católicos activos, se han sentido con frecuencia traicionados por un Padre al que muchos creen Santo.

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