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El primer líder mundial

Timothy Garton Ash

El mundo ha vivido su muerte. Ha sido un calvario de dimensión mundial. Personas de todos los rincones de la tierra se reunieron en la Plaza de San Pedro para vigilar las dos ventanas del aposento papal, iluminadas de forma antinatural contra el cielo nocturno. Cristianos, judíos y musulmanes de cinco continentes rezaron por él. Marcello, de Río de Janeiro, envió un correo electrónico a la CNN: "Estamos contemplando la agonía del hombre más importante de nuestro tiempo". Mohamed, de Birmingham, escribió a la BBC: "Le echarán de menos tanto los católicos como los no católicos".

¿Qué nos dice esto? Que el papa Juan Pablo II fue el primer líder mundial. Hablamos de Bush, Blair o Hu Jintao y les llamamos "líderes mundiales", pero no son más que dirigentes nacionales que ejercen un impacto mundial. Incluso es el caso de Nelson Mandela, el máximo rival, según Marcello, para el título de "hombre más importante de nuestro tiempo".

Juan Pablo II era el único que reunía tres condiciones: durante más de un cuarto de siglo fue el jefe de la mayor organización humana supranacional del mundo (Naciones Unidas es una organización de Estados, y la umma islámica no es una organización). Tenía absoluta convicción en que su mensaje era universal y destinado por igual a cada hombre, cada mujer y cada niño, tanto católicos como no católicos. Y aprovechó las oportunidades tecnológicas para transmitir ese mensaje personalmente a casi todos los países del mundo, gracias a los aviones y la televisión. En resumen, convirtió el mundo en su parroquia. No lo había hecho nadie anteriormente. Nadie podía.

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Como agnóstico liberal, no me siento capacitado para valorar lo que supuso para la Iglesia católica. Pero creo que sí pudo juzgar lo que significó para el mundo. Juan Pablo II fue, sencillamente, el principal actor político del último cuarto de siglo. Utilizo la palabra "actor" con doble sentido. El teatro era la segunda pasión del joven Karol Wojtyla, incluso en la Polonia ocupada por los nazis, y demostró su talento en el escenario. Antes de que le invadiera la enfermedad de Parkinson, tenía una voz preciosa. Pronunciaba sus frases de una forma que el gran actor británico John Gielgud calificó de "perfecta". Tenía el extraordinario talento de dirigirse a una muchedumbre de un millón de personas y lograr que cada uno tuviera la sensación de que se dirigía individualmente a él. Utilizaba las imágenes además de las palabras (por ejemplo, aquella foto de él con un sombrero mexicano y un niño en los brazos), y su calidez personal traspasaba la televisión. El defensor de los derechos humanos en la Unión Soviética Andréi Sájarov dijo: "Es un hombre que irradia luz". Bill Clinton, nada malo como actor político tampoco, cuenta en sus memorias que el Papa "me dio una lección de política" con una soberbia entrada teatral en una catedral estadounidense, rodeado de monjas "que gritaban como adolescentes en un concierto de rock". "Meneé la cabeza", escribe Clinton, "y comenté: 'Me horrorizaría tener que presentarme a unas elecciones contra él".

Al mismo tiempo, usamos las palabras "actor político" para calificar a una persona que hace que ocurran cosas en el mundo, como en la expresión estadounidense, tan solemne, "actor global". Yo pude ver de cerca su influencia en Polonia y, más en general, en el bloque soviético, desde su elección, en 1978, hasta la caída del comunismo, en 1989. Nadie puede demostrar de manera concluyente que fuera una de las causas principales del final del comunismo. Ahora bien, los principales personajes de todos los bandos -no sólo el dirigente polaco de Solidaridad, Lech Walesa, sino también el archienemigo de Solidaridad, el general Wojciech Jaruzelski, no sólo el ex presidente de Estados Unidos George H. W. Bush, sino también el ex presidente soviético Mijaíl Gorbachov- están de acuerdo en que lo fue.

En mi opinión, el argumento histórico tiene dos partes: sin el Papa, no habría habido Solidaridad; sin Solidaridad, no habría habido Gorbachov. Si no hubiera sido por la experiencia masiva de solidaridad -con minúscula- de millones de compatriotas que le recibieron en la primera visita a su país natal, en 1979, durante una semana en la que el Estado comunista prácticamente dejó de existir, no creo que los polacos hubieran podido contar con la Solidaridad de 1980-1981. Ni habrían apoyado al sindicato, en contra de la ley marcial, sin la inspiración de su segunda visita en 1983, cuando les instó a "perseverar en la esperanza". Tal vez Gorbachov habría llegado al poder en la Unión Soviética de todas formas, pero la enorme espina polaca, clavada en el costado del imperio soviético, fue la que le empujó a transformar la política soviética en Europa del Este. Ese cambio preparó el terreno, en la misma medida que la perestroika en Moscú, para las revoluciones de terciopelo de 1989.

La visión política de Karol Wojtyla incluía la reunificación de Europa. Mientras tuvo aliento para hablar, siempre dijo que las partes oriental y occidental de Europa eran los dos pulmones del continente. Vivió lo suficiente para ver su idea convertida en realidad, ver cómo ocho Estados del centro y el este de Europa, incluida su amada Polonia, se incorporaban a la Unión Europea en mayo del año pasado.

No obstante, su principal legado no se encuentra quizá en el Primer Mundo (el del capitalismo democrático), en el que vivió y que amplió, ni en el segundo (el del comunismo), que destruyó, sino en lo que antes solíamos llamar el Tercer Mundo. Juan Pablo II habló siempre en nombre de la mitad de la humanidad que vive con menos de dos dólares al día. Ésa es, además, la parte del mundo en la que hoy existen más católicos. ("No sólo de pan vive el hombre", sobre todo cuando no tiene). Predicó de forma incansable sobre el derecho de cada persona a un mínimo de dignidad humana. "Hablo", dijo, "en nombre de los que no poseen voz". No sólo habló de libertad en la Europa del Este dominada por los comunistas. Al abrir una vieja carpeta con recortes de periódicos, el primero que veo tiene este titular: "El Papa se enfrenta a Stroessner a propósito de la libertad". Cuenta que dio una severa lección al dictador militar paraguayo sobre la importancia de los derechos humanos y la libertad de expresión.La frecuente afirmación de que era 'socialmente conservador' es demasiado simplista. Nunca dejó de amonestar a los dictadores del Tercer Mundo y los capitalistas occidentales sobre la necesidad de justicia social. En una ocasión le oí decir, ante un pequeño grupo de polacos, que le disgustaba tanto el capitalismo salvaje como el comunismo.

También fue incansable en su defensa de la paz, desde la crítica de la inminente guerra de las Malvinas durante su visita a Gran Bretaña, en 1982, hasta la oposición a la guerra de Irak en 2003. En Japón gritó: "¡Nunca más Hiroshima! ¡Nunca más Auschwitz!".

Sí tuvo una política que hizo un daño inmenso en los países en vías de desarrollo. Al mantener y reforzar la prohibición de los medios anticonceptivos artificiales que había dictado Pablo VI, provocó que el nacimiento de hijos no deseados en medio de la pobreza y, cada vez más, afectados de VIH/sida. Cuando un amigo se lo reprochó, él contestó: "No puedo cambiar lo que he enseñado toda mi vida". Confiemos en que su sucesor cambie esta política.

Algunos dicen que se sintió perdido en el mundo posterior al 11-S. La verdad es que ninguna otra persona se esforzó tanto para evitar el "choque de civilizaciones". Tendió la mano a judíos y musulmanes, así como a los cristianos de otras confesiones, más que ningún Papa anterior. Y el mensaje llegó, como prueba el correo electrónico de Mohamed desde Birmingham.

"Lo que nos sobrevive es el amor", escribió el poeta Philip Larkin. Juan Pablo II sobrevivirá en el recuerdo de millones de personas que le quisieron. Pero, incluso para quienes no le quisieron -incluidos numerosos liberales laicos, protestantes y católicos progresistas en Occidente-, el legado del primer líder mundial de la historia es un desafío.

Al empezar el tercer milenio, nos encontramos con la globalización económica. La globalización de la información, representada por Internet, la CNN y la BBC. Deberíamos tener las leyes e instituciones internacionales que corresponden. Pero eso, a su vez, exige lo que se ha llamado globalización moral. Independientemente de que compartamos o no las creencias fundamentales de Juan Pablo II -y es lógico pensar que la mayoría de la gente en el mundo no comparte las creencias de una sola persona-, podemos reconocer que es la persona que ha hecho el intento más impresionante, hasta hora, de plantear qué puede significar la globalización moral, empezando por practicar la simpatía universal. Después de predicar en Auschwitz en 1979, una monja se arrodilló ante él y susurró: "Soy una monja polaca. Pero además soy una judía rusa". En 2005 tenemos que decir: "Soy un occidental acomodado. Pero también soy una mujer de Darfur". Y actuar en consecuencia.

Ahora tenemos que hacerlo solos.

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