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Reportaje:GRANDES REPORTAJES

Telenovela real

En Inglaterra hay división de opiniones sobre la boda de Camilla y Carlos la próxima semana. Unos piensan que tanto exceso de líos amorosos pone en peligro a la corona, pero otros creen que a la monarquía no la derroca ni el amor ni sus intimidades chabacanas. Ésta es una historia real sobre Camilla, Carlos y los ingleses.

Al ser coronado, en mayo de 1937, Jorge VI, el padre de la reina Isabel II, decidió que iba a hacer todo lo posible para que la familia real inglesa fuera respetable. La idea era no sólo inusual, sino subversiva. Apenas había tradición de respetabilidad en la monarquía inglesa. Por más que se remontase uno en la historia, estaba claro que los miembros de la realeza inglesa, lejos de representar un ideal de discreción y orden familiar, eran tan lascivos y licenciosos como sus desenfrenados súbditos.

Con ánimo de reavivar antiguos valores, Camilla Parker-Bowles solía recordar al príncipe Carlos, durante sus primeros encuentros a principios de los setenta, que su tatarabuela, Alice Keppel, había sido la amante oficial (aunque no la única, en absoluto) del tatarabuelo de él, Eduardo VII. Según cuentan los diversos biógrafos no oficiales de Camilla, un día de 1972, cuando se encontraba a su lado en un acto real, le dio con el codo, le hizo un guiño provocativo y le dijo: "Mi tatarabuela fue la amante de tu tatarabuelo…, ¿qué te parece?".

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La madre de Carlos, que tanto se había esforzado para llevar adelante el sueño de su padre y que pretendía ser un modelo ideal del decoro más remilgado, se habría quedado horrorizada con la franqueza de Camilla. A Carlos, un inglés de caricatura en su torpeza de trato con las mujeres, le encantó. Se fueron los dos de discotecas y ella le arrastró a las cuatro de la mañana a su piso de Londres, donde, según Christopher Wilson, autor de A greater love: Charles and Camilla (Un amor más grande: Carlos y Camilla), "descubrieron una pasión que iba a durar muchos años: años de alegría y, a veces, de adversidad, pero años en los que el amor no murió jamás".

El amor no murió, pese a que los dos se casaron con otras personas; pero, en los años sucesivos, el espejo de vida familiar idealizada que la madre y el abuelo de Carlos habían construido para una nación agradecida se hizo mil pedazos. El año 1992, que la reina calificó de annus horribilis en su alocución de Navidad, fue el punto sin retorno. Las cosas se pusieron tan mal que algunos creyeron que los ingleses iban a perder por fin la paciencia con la monarquía y deshacerse de ellos definitivamente.

He aquí una pequeña muestra de las desgracias que sufrió la familia real en 1992: el libro Diana, her true story, de Andrew Morton, acabó para siempre con la fantasía de que el príncipe y la princesa de Gales tenían un matrimonio de cuento de hadas; en la prensa aparecieron las primeras acusaciones de que Diana había tenido aventuras extramatrimoniales; la princesa Ana se divorció del capitán Mark Phillips; en la portada del Daily Mirror aparecieron fotografías de Sarah Ferguson, la mujer del príncipe Andrés, tomando el sol mientras su asesor financiero, de origen estadounidense, le chupaba los dedos de los pies; el castillo de Windsor sufrió un incendio, y, en diciembre, el primer ministro anunció que Carlos y Diana se iban a separar.

Pero después hubo más. La palabra horribilis no basta para hacer justicia a lo que debieron de sentir en la Casa de Windsor ante la publicación, en The Sunday Times y otros periódicos, un mes más tarde, de la transcripción de una charla por teléfono móvil que habían mantenido Carlos y Camilla una noche de 1989. Lo peor no era que se despejara cualquier duda de que eran amantes desde hacía mucho tiempo. Lo peor era que al heredero al trono se le oía emplear un lenguaje amoroso tan vulgar y banal como el que usaría el más grosero de sus súbditos con su chica después de beberse unas cervezas en el pub.

El experimento de respetabilidad iniciado por Jorge VI y asumido por Isabel II había durado medio siglo, pero hasta ahí había llegado. Se había visto que era imposible mantener la fachada. La familia real, tan vulnerable como cualquiera a los impulsos de la naturaleza, había quedado definitivamente desmitificada. Todo lo que ha ocurrido desde entonces ha servido para reforzar esa tendencia, incluidas las gamberradas del príncipe Enrique (que claramente se propone igualar la legendaria promiscuidad de su tatatatarabuelo), aficionado a la bebida y a disfrazarse de nazi, y la boda de Carlos y Camilla, que se celebra la próxima semana en una ceremonia civil y sin la bendición de una reina derrotada.

En Inglaterra hay división de opiniones sobre si todo esto es bueno o malo. En un país en el que el culto a la monarquía es tan contumaz como el legendario patriotismo de la gente, la familia real sigue siendo un reflejo de los valores y costumbres contemporáneos. El fenómeno de Carlos y Camilla, y, más en general, el declive de las formas tradicionales en la familia real, son sintomáticos de lo que son hoy los ingleses; reflejan cómo ha cambiado Inglaterra a lo largo del siglo XX. Algunos reciben bien los cambios. A otros les inquietan, porque en ellos ven un brusco empeoramiento del carácter nacional.

Uno de los más inquietos es el filósofo Roger Scruton, el intelectual de derechas más conocido de Gran Bretaña. Uno de sus libros más recientes es England, an elegy (Inglaterra, una elegía), un lamento por lo que él llama "la degeneración" de su país natal. "Hemos perdido la idea de lo inglés que me inculcaron cuando era joven", dice Scruton, cuya adolescencia coincidió con los años cincuenta. "Había una idea, una identidad y unos valores basados en las buenas maneras, la discreción, la caballerosidad, el stiff upper lip". Stiff upper lip es una conocida expresión inglesa que equivale a lo que los extranjeros llaman la "flema británica", su compostura. La imagen de los ingleses que adora Scruton es aquella con la que el resto del mundo está familiarizado. Es una caricatura encarnada en las viejas películas por actores como David Niven o en la vida real por Winston Churchill y la reina Isabel, una idea en la que la definición del carácter inglés es la estirada rigidez y la represión moral llevada al extremo. Se ve en las relaciones entre hombres y mujeres; se ve en tiempos de guerra, cuando los alemanes están a las puertas o cuando el fuerte está sitiado por 10.000 zulúes armados con lanzas. La situación es desesperada -todos los aviones han sido derribados, la munición se ha agotado-, pero el inglés nunca pierde el decoro ni la calma.

Scruton opina que la monarquía inglesa contribuye al problema, no a la solución. "Una monarquía", dice, "depende del respeto a la familia, y un exceso de líos amorosos lo debilita". No cabe la menor duda. Cuando todo el país se entera de que el futuro rey le dijo a su amante por teléfono que lo que más le gustaría era reencarnarse en su tampón, es evidente que el concepto de discreción de caballero acaba de sufrir un duro golpe.

A juicio de Scruton, Inglaterra ha sido víctima de lo que denomina "una revolución lenta y sigilosa", durante los últimos 30 años, cuyo resultado ha sido la erosión de los viejos ideales. ¿Qué desencadenó esa revolución? Scruton no tiene todas las respuestas, pero la atribuye, en gran parte, a la pérdida de la religión. "La gente no se siente observada por un juez omnipresente. Por otro lado, todo el mundo observa a los famosos. Todos los famosos -incluidos los personajes reales- viven en público. Es una auténtica degeneración".

Ferdinand Mount, otro destacado intelectual de derechas, está de acuerdo con Scruton, pero sólo hasta cierto punto. Mount es un novelista que se siente tan cómodo en el mundo de la literatura como en el de la política. Algunos le consideran un George Orwell contemporáneo, con la salvedad de que es de origen aristocrático y está estrechamente vinculado al Partido Conservador, para cuyo Gobierno trabajó durante la era de Margaret Thatcher.

"Se puede decir que la Inglaterra del cambio de siglo era un lugar abierto e irresponsable casi hasta la locura", escribió Mount en un ensayo para el Times Literary Supplement. Al entrevistarle en su casa de Londres, utiliza otra expresión para describir el estado actual del país: "Espantosamente lleno de energía".

El síntoma más claro para un extranjero, especialmente un español, es el hooligan inglés, visible no sólo en los estadios de fútbol, sino de vacaciones en la costa mediterránea. Entre las hordas que invaden las playas españolas todos los veranos, no hay turistas que se muestren sistemáticamente tan borrachos, violentos y desagradables como los ingleses. Y lo peor es que les encanta esa vulgaridad. Hoy en día es casi imposible encender la televisión inglesa sin encontrarse con algún reportaje que celebra (nunca condena) el orgiástico fin de semana en Ibiza de un grupo de horteras de 19 años procedentes de Leeds. Y no es que los ingleses monten ningún número especialmente dedicado a los extranjeros. No hay más que ir a cualquier ciudad a la hora de cierre de los pubs, un viernes o un sábado por la noche, para ver que las escenas callejeras -los gritos, las peleas, las vomitonas- son invariablemente de un salvajismo medieval.

Estimulados por la bebida, los jóvenes emprenden un frenesí de actividad sexual que no tiene absolutamente nada que ver con la imagen tradicional de los ingleses como la gente más eróticamente estreñida de Europa. Las estadísticas revelan que los ingleses poseen los mayores índices de actividad sexual entre adolescentes del mundo industrializado: el 85% de las chicas solteras son sexualmente activas al cumplir 19 años (Estados Unidos es el segundo país, con un 75%). Si a eso se unen las cifras relativas al aborto, el divorcio y los hijos nacidos fuera del matrimonio, la diferencia entre los ingleses y el resto es aún mayor.

Lo curioso es que, de todos los pueblos de habla inglesa, es a los estadounidenses a los que se supone libertinos, ruidosos, despreocupados; los ingleses, supuestamente, son una colección de Hugh Grants tartamudos. Lo cierto es que en Estados Unidos son mucho más educados que en Inglaterra: muestran más cortesía en sus relaciones diarias y menos estridencia en sus debates políticos; tienen más cuidado de no decir tacos ni invocar a Dios en público (en la televisión británica se puede decir cualquier cosa; en la de Estados Unidos, nada), y son menos tolerantes con los excesos sexuales. La familia Bush está mucho más cerca del viejo estereotipo inglés del reprimido emocional que los Windsor. Si los Bush tuvieran una historia de promiscuidad que fuera incluso una mínima fracción de los escándalos de la familia de la reina Isabel, ni el padre ni el hijo habrían podido pensar jamás en llegar a ser presidentes. La sociedad estadounidense no lo habría tolerado.

Todo esto puede resultar sorprendente para quienes estén acostumbrados a ver a ingleses y estadounidenses a través del prisma de Hollywood. Pero Hollywood se dedica a propagar mitos, y, en este caso, el mito y la historia están enfrentados. La verdad es que la idea de unos ingleses groseros y procaces y unos estadounidenses tímidos y reprimidos encaja mucho más con la evolución de los dos pueblos durante los últimos 400 años. Estados Unidos fue fundado por puritanos, ingleses para los que su país se había vuelto demasiado degenerado para su mojigatería religiosa. (Resulta fascinante que Scruton diga que está tan asqueado que está pensando seriamente en abandonar Inglaterra y establecerse en Virginia).

Lo que diferencia a Ferdinand Mount de Scruton es que, aunque coincide en el diagnóstico, no cree que haya tanto motivo para preocuparse. "Los ingleses", dice, "están volviendo a sus orígenes, simplemente. La versión retraída del inglés que veíamos a mediados del siglo XX no era más que una etapa pasajera, una aberración histórica. La flema era necesaria en un imperio tan extendido. Los ingleses tuvieron que adoptar esa actitud para que la mayoría nativa respetara a la minoría imperial. Ahora que el imperio ha desaparecido, estamos volviendo a ser como éramos, es decir, ruidosos, emocionales, borrachos y nada estirados".

Una de las novelas de Mount, traducida al español con el título de La venganza del pornógrafo, está basada en los diarios escritos en la década de 1660 por un londinense llamado Samuel Pepys. La imagen de los ingleses que pinta Pepys es la de una chusma constantemente borracha, asombrosamente irreverente y desvergonzadamente licenciosa. Los poetas del siglo XVII escribían sobre sus proezas sexuales con una franqueza que ruborizaría a los novelistas contemporáneos. Y, en cuanto a la ferocidad de los panfletistas, los autores satíricos, que atacaban tanto a la realeza como a los políticos, eran un anticipo de los insultos proferidos hoy contra Tony Blair y el príncipe Carlos por parte de periódicos tan escandalosamente desinhibidos como el Mirror y el Sun. Cuando se habla con historiadores especializados en la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII, cuentan que las casas reales europeas se estremecían ante la perspectiva de una visita de la aristocracia inglesa, porque sabían que les aguardaban disturbios y borracheras. Lo mismo les ocurría a las poblaciones nativas, no sólo de Europa, sino de África, la India y Australia, en los siglos XVIII y XIX, ante una visita de la Marina de su majestad. Si se piensa en los hooligans de ahora, se entiende cómo una pequeña isla pudo conquistar un imperio tan vasto.

Ahora bien, entre los hooligans y las personas como Carlos y Camilla existen a primera vista muchas más diferencias de gusto y estilo que entre la familia real española y los ciudadanos. En ningún otro país de Europa hay tanta conciencia de clase. La clase, como un concepto que va mucho más allá de las diferencias de riqueza, está presente en todos los rincones de la vida y la cultura inglesas.

Es curioso que sea así. Los ingleses decapitaron a su rey siglo y medio antes que los franceses (Carlos I fue ejecutado en 1649); poseen la democracia parlamentaria más antigua de Europa, y fueron los que inventaron el moderno Estado industrial; sin embargo, su sistema social permanece anclado en la Edad Media. Los españoles, a pesar de tener una historia menos progresista, tienen una vida cotidiana más igualitaria. Un español rico, o incluso un aristócrata, tiene mucho más en común con un obrero de una fábrica -en la forma de hablar, los alimentos que come, la manera de vestir- que su homólogo inglés. Carlos y Camilla son tan distintos de sus compatriotas de clase obrera como un esquimal de un indio del Amazonas. Sus intereses son tan distintos (nunca se ha visto al príncipe Carlos en un partido de fútbol) que es muy raro que coincidan en algún lugar. Es difícil imaginar a un aristócrata inglés y un obrero inglés en el mismo sitio. Sólo hay una excepción: el hipódromo, que atrae a la franja más amplia de una población que, por lo demás, prefiere mantenerse separada.

No existe mejor sitio para observar a los ingleses que las carreras, y no existe mejor acontecimiento que el favorito de la reina madre (la esposa de Jorge VI), el Cheltenham Festival. Se celebra a mediados de marzo y el escenario -unas colinas verdes y onduladas en el condado suroccidental de Gloucestershire- es la quintaesencia de lo inglés.

Al observar a los asistentes a las carreras, antes de que se separen para situarse en los recintos asignados a cada clase, lo que sorprende es la extravagante variedad de estilos y vestimentas. Se ve a un hombre alto, de mediana edad, con vaqueros y el cabello largo hasta la cintura, con un cigarrillo en la boca y una nariz roja e hinchada que delata un millón de cervezas; un abuelo con una camiseta roja que se tensa sobre un vientre gigantesco; un hombre inmenso, con la calva cubierta de tatuajes; una pareja de jóvenes a imagen y semejanza de Victoria y Beckham: éstas son las clases trabajadoras.

La nobleza, en algunos casos, opta por una excentricidad a lo Oscar Wilde, pero casi todos suelen ir vestidos como dictan los cánones de la aristocracia rural. Al verles bebiendo champaña y mordisqueando sándwiches geométricamente perfectos en los bares del área del club, es razonable que uno piense que ha topado con un concurso de imitadores de Carlos y Camilla. El uniforme de la clase alta inglesa para las carreras consiste, en el caso de los hombres, en traje, corbata de rayas de alguna escuela privada, sombrero marrón y zapatos marrones de cuero. Las mujeres tienen más posibilidades, pero los sombreritos de casquete son obligatorios.

La nobleza bebe en altas copas de cristal; las clases inferiores, bien escondidas en el recinto de Guinness, al otro lado de la pista, beben en vasos de plástico de medio litro. Estas personas y los imitadores de Carlos y Camilla son prácticamente dos especies distintas, incapaces de comunicarse entre sí. Sin embargo, cuando comienza una carrera dejan sus bebidas, corren a las tribunas o a las vallas a los lados de la pista y animan a sus caballos con el mismo frenesí. (Una anécdota que deja claro hasta qué punto une la pasión por los caballos es la que ocurrió hace dos años, cuando se vio a Zara Phillips, la hija de 22 años de la princesa Ana, besando en la boca a un jinete que acababa de ganar). Qué distintas son las clases inglesas, y, sin embargo, al verlas juntas, como es habitual en las carreras de Cheltenham, todos siguen teniendo algo típica y peculiarmente inglés. Tal vez la explicación es que los ingleses, por definición, son contradictorios; que han logrado fundir en un tipo nacional reconocible unos rasgos que deberían ser mutuamente excluyentes.

Por ejemplo, los ingleses tienen fama de ser prácticos, prosaicos; sin embargo, desde la época de los griegos y los romanos, ningún otro país ha producido tanta abundancia de poesía o, en la época contemporánea, música. Se les suele considerar tímidos, casi hasta afeminados, les encantan las flores y los animales, pero pocos son más groseros, más pendencieros, más propensos a la violencia. Se les juzga fríos y poco imaginativos, pero Londres es la capital creativa de Europa, tan dinámica que, a su lado, París es como un museo.

Son tremendamente reservados ("la casa de un inglés es su castillo", dicen), pero las intromisiones en la vida privada de las personas que se ven en los periódicos sensacionalistas (¡que se lo pregunten a David Beckham!) superan todo lo que puede verse en la prensa diaria de cualquier otro lugar. Tienen una conciencia de clase completamente arraigada, pero las relaciones entre las diversas razas en Inglaterra, el grado de integración entre blancos y negros, son un modelo para el mundo. Son famosos por lo mal que visten, pero Londres no tiene parangón a la hora de fijar las modas de la juventud europea. Son profundamente patriotas, pero se burlan de sus símbolos nacionales y llevan los colores de la bandera en la ropa interior.

¿Es posible, por tanto, definir lo inglés? ¿Existe una voz común en la confusa Babel que constituye este país, unas cualidades constantes independientemente de las clases o el paso del tiempo?

Kate Fox es antropóloga y trabaja en Oxford; ha dedicado los últimos 12 años a observar con detalle las costumbres de los ingleses en el trabajo y el ocio, y ha condensado sus hallazgos en un libro que se publicó el año pasado, Watching the english (Los ingleses, observados), en el que llega a la conclusión de que el denominador común de los ingleses es su torpeza social. Están tan incómodos unos con otros, tan inseguros de cómo comportarse cuando están en compañía de otros, que, a diferencia de casi todos los demás países, cuando se saludan -incluso entre viejos amigos-, no saben si darse la mano o no; si a una persona del sexo opuesto conviene darle un beso, dos o ninguno. "Para ser impecablemente inglés", escribe Fox, "hay que llevar a cabo esos rituales mal. Hay que mostrarse tímido, incómodo, acartonado, torpe y, sobre todo, avergonzado". Como explica Fox: "Los ingleses son muy capaces de mostrar la misma calidez, el mismo entusiasmo y la misma hospitalidad que los latinos y mediterráneos; podemos ser igual de francos, accesibles, emotivos y táctiles que cualquiera de las llamadas culturas de contacto. Sólo que esas cualidades se suelen expresar en nuestra relación con los animales".

Y en otra ocasión, habría podido añadir Fox: cuando están borrachos. El comportamiento del hooligan, la cultura de contacto descontrolada, es la otra cara de la moneda de la torpeza social. Sin beber, los ingleses no consiguen superar su vergüenza congénita. Sin beber, seguramente serían incapaces de procrear, y mucho menos de alcanzar esas marcas mundiales de promiscuidad.

La otra gran cualidad que define a los ingleses, y que es tan útil como el alcohol para ocultar su incomodidad entre la gente, es el sentido del humor. No es que los ingleses sean forzosamente más graciosos que los demás (aunque, si se piensa en Peter Sellers, Rowan Atkinson y el equipo de Monty Python, uno se lo pregunta). Es que el sentido del humor está presente en todas las áreas de la vida cotidiana, un sentido del humor seco, despegado e irónico, que deriva de esa misma incapacidad de sentirse a gusto con las emociones y con otras personas, esa misma necesidad de mantener ambas cosas a cierta distancia. "Nos conciben con ironía", escribió el dramaturgo y humorista Alan Bennet. "Flotamos en ella desde el útero. Es el líquido amniótico… Hablar en broma, pero sin bromear. Preocuparse, pero sin preocuparse. Ser serios, pero no en serio".

Lo que los ingleses no soportan es la solemnidad. A los individuos serios y rimbombantes se les considera absurdos. La capacidad de reírse de todo -empezando por uno mismo- es un requisito indispensable para ser inglés. Tal vez es la cualidad que ha permitido a Camilla Parker-Bowles mantener su sano juicio después de todos los insultos que ha aguantado durante años, las humillantes comparaciones entre la hermosa Diana y su ya célebre "cara de caballo". (De hecho, todos los biógrafos de Camilla dicen que quienes la conocen la consideran una mujer encantadoramente irreverente, siempre dispuesta a reírse de sí misma).

Los ingleses no se toman en serio nada, ni siquiera a Dios. Cuando Roger Scruton intenta explicar la degeneración que ve en la vida inglesa por la pérdida de la religión, demuestra que es uno de esos filósofos que ha perdido contacto con el hombre de la calle. Los ingleses son seguramente el pueblo menos religioso del mundo. Prácticamente nadie va a la iglesia. Ya en el siglo XIX, tan temeroso de Dios, dos tercios de los londinenses no acudían jamás a los servicios cristianos. La Iglesia de Inglaterra debe de ser la más imprecisa y menos fanática de todas las confesiones cristianas. En un excelente libro titulado The English, el autor, Jeremy Paxman, relata su conversación con un importante prelado anglicano. "En una ocasión le pregunté al obispo de Oxford qué hacía falta creer para ser miembro de su Iglesia", escribe Paxman. "Me miró con aire ligeramente confundido. 'Qué pregunta tan intrigante', respondió, como si no se le hubiera ocurrido hasta entonces".

Si hay algo que no son los ingleses, es fanáticos. Es imposible creer con pasión en una causa política o religiosa y, al mismo tiempo, tener un sentido del humor tan dominante. ¿De dónde procede el sentido del humor? Es difícil decirlo, pero en los últimos siglos quizá ha estado relacionado con la resistencia de las instituciones legales y políticas de Inglaterra. La irreverencia respecto a todo debe de nacer, al menos en parte, de la comodidad de saber que los cimientos del orden público son tan estables. Por esa misma razón, el humor es lo que explica la resistencia inglesa a sumarse a las revoluciones y los fervores ideológicos que han invadido el continente europeo durante los últimos doscientos años. Roger Scruton tiene razón al decir que, para los ingleses, "el sentido común es más importante que el drama y las pasiones". El significado del sentido común para los ingleses es, según Scruton, que "la realidad humana es compleja, los seres humanos son imperfectos y lo máximo a lo que podemos aspirar es algo de decencia y orden en medio del caos". En otras palabras, el humor y el respeto a la ley (salvo cuando uno está borracho) siempre prevalecerán sobre la búsqueda fundamentalista de la utopía.

Ni el comunismo ni el fascismo tuvieron nunca el menor arraigo entre los ingleses. Un Hitler o un Stalin nunca habrían prosperado en Inglaterra, por la sencilla razón de que eran totalmente incapaces de reírse de sí mismos. A Franco o Mussolini se les habría considerado fantoches absurdos. En cuanto a los grandes filósofos franceses, los Jean-Paul Sartre, eran demasiado solemnes para tomarlos en serio.

Carlos y Camilla, en cambio, son una pareja a la que seguramente sus compatriotas acabarán apreciando. Les han hecho el favor de suministrarles material cómico durante casi 30 años. No se tomarán su futura posición de monarcas demasiado en serio, como muestra la respuesta que dio Carlos hace unos años cuando le preguntaron qué opinaba de su papel real de jefe de la Iglesia de Inglaterra, "defensor de la fe". Con un aire momentáneamente tan confundido como el del obispo de Oxford, Carlos contestó: "Me consideraré el defensor de… todas las fes, supongo". Es decir, que toleraría todas las maneras de ser, del mismo modo que los ingleses han tolerado la letanía de payasadas ejercidas por él y su familia sin apenas poner en tela de juicio su derecho a llevar la corona. Ven que es imperfecto. Y él comprende que nadie es perfecto, ni siquiera perfeccionable. Por eso, aunque, a primera vista, sea tan distinto de sus compatriotas en general, se comprenden entre sí. Y por eso la corona está bien asentada sobre su cabeza. Derrocar a la monarquía inglesa es una idea inverosímil y excéntrica. Demasiado seria. Demasiado ridícula.

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