Lo que está en juego
La diáléctica entre continuidad y cambio que opera en toda consulta electoral adquiere rasgos peculiares en los comicios vascos, cuya campaña se abrió en la madrugada de ayer. El día 17 no se decide principalmente qué opción va a gobernar en los próximos cuatro años, sino cuál va a ser el marco que rija la convivencia de los vascos entre sí y de éstos con el resto de España. Lo chocante es que quien representa el continuismo al frente de las instituciones autonómicas, el nacionalismo que las patrimonializa desde 1980, proyecte al mismo tiempo la ruptura por desbordamiento del Estatuto que las hizo posibles.
El nacionalismo gobernante se ha vuelto a rasgar las vestiduras por el veto impuesto por los tribunales al nuevo intento de Batasuna de sortear su ilegalización. Y el consejero de Justicia y candidato, Joseba Azkarraga (EA), se ha superado en la infamia al relacionar unos procedimientos judiciales con la guerra sucia y el GAL. La tendencia del nacionalismo a aceptar sólo las sentencias que le favorecen está revestida de fariseísmo en esta ocasión. Porque el objetivo de la coalición PNV-EA de alcanzar esa "mayoría fuerte" (38 escaños) que reclama Ibarretxe pasa ineludiblemente por lo que dice lamentar con la boca pequeña: la desaparición de Batasuna del Parlamento vasco. Es el último reducto institucional que le queda al partido de Otegi, a no ser que consiga dar utilidad a sus votos a través del fantasmal Partido Comunista de las Tierras Vascas, que la Fiscalía debería investigar para verificar si constituye o no el plan C de la formación ilegalizada.
Sabedor de que la mayoría absoluta pasa por volver a activar al máximo el voto propio y seguir arañando el huerto electoral de la izquierda abertzale, al nacionalismo le parece "un atropello" que se impida ejercer el derecho al voto pasivo a unos candidatos que dicen no tener nada que ver con Batasuna, pero que son incapaces de romper el tabú de la condena a ETA. Sin embargo, no ve escandaloso que otros candidatos tengan que pedir el voto acompañados de escoltas y amenazados por una organización terrorista. Si aun así estas elecciones se celebran en un clima notablemente menos crispado que las de 2001, se debe al acusado debilitamiento de ETA por la aplicación de unas medidas que el nacionalismo no ha cesado de cuestionar. Y, en menor medida, al cambio de inquilino en La Moncloa, que ha relajado el ambiente y ha privado al nacionalismo gobernante de uno de sus grandes argumentos para justificar su salto adelante soberanista.
Los socialistas y populares de Patxi López y María San Gil dibujan en esta ocasión una suerte de alternativa difusa, muy distinta a la del tándem formado hace cuatro años por Mayor Oreja y Nicolás Redondo. Su reto está en optimizar sus resultados compitiendo a un tiempo con el PNV-EA y entre ellos mismos. Para ello deberán convencer a la sociedad vasca de la falsedad del silogismo de Ibarretxe según el cual es necesario que prospere su propuesta de libre asociación para que Euskadi "no retroceda". Por el contrario, ha sido el Estatuto que tan alegremente se desprecia el que ha permitido los niveles de bienestar de los que el candidato Ibarretxe se vanagloria, así como un marco mínimo de consenso social que se ha puesto en riesgo.
Prescindiendo de los torrentes retóricos de toda campaña, esto es lo que de verdad está en juego. Y también consolidar la posibilidad de conseguir que el debate político en Euskadi pueda celebrarse en libertad, sin estar condicionado por la amenaza y el crimen.
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