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Columna
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El arca de Noé

Puede que las predicciones del Apocalipsis anunciadas por el apóstol San Juan no se hayan cumplido al pie de la letra, aunque nadie duda que un aire espectral al estilo del fin del mundo traspasa ahora la naturaleza en forma de grandes catástrofes. Y no me refiero sólo a la ola, ahora repetida, que acompañó el rugido del océano Índico y sepultó en una mañana de diciembre media Indonesia, sino al terrible desconcierto al que ha llegado el reino animal al perder el pulso de la naturaleza. En la gran manzana de Nueva York, sobre las cornisas de los rascacielos más altos, han empezado a anidar algunos colirrojos y los halcones peregrinos salen de caza por el cielo de Madrid esperando quizá merecer el epitafio de una canción de Joaquín Sabina. Podría parecer incluso hermoso si no fuera porque el escalón siguiente a estos comportamientos no es otro que la extinción. Son muchas las especies de animales desorientadas que pierden su carácter salvaje precisamente allí donde la civilización enseña sus garras de cemento y contaminación. El caldo tóxico que se está cociendo en la tierra tiene capacidad venenosa para hacer naufragar en sulfuro el arca de Noé, que era nuestra última esperanza en la biodiversidad. Sustancias como las pinturas que se utilizan para proteger los barcos de la corrosión o los abonos químicos y los plaguicidas pueden alterar el sistema endocrino de los animales hasta destruir su instinto de reproducción y supervivencia. En las playas de Canarias lo mismo que en la orilla del río que baña la ciudad de Québec aparecen periódicamente grandes cetáceos moribundos. Los científicos han hundido sus manos en el vientre de estas ballenas blancas para buscar las causas de su progresiva desaparición y se han encontrado que en el interior de los machos habían crecido ovarios y úteros. Los venenos más tóxicos han actuado en el corazón de algunas especies rompiendo no sólo sus funciones reproductivas sino también la relación con las crías. Así encontramos gallos salvajes de la cordillera Cantábrica que confunden la ceremonia del cortejo, codornices que rechazan aparearse, hembras de moluscos con pene, palomas que dejan morir de hambre a sus polluelos, peces desganados y panteras que han olvidado el olor agreste y salvaje del celo. Antiguamente los adivinos interrogaban las entrañas de ciertos animales para vislumbrar el porvenir, porque creían que en esas vísceras de carne pura palpitaba el misterio de la naturaleza. Ahora lo único que se puede hallar en el interior de estos animales son concentraciones brutales de estaño y plomo. Hace algunos años el mal de las vacas locas vino a representar una parábola moderna del final de la civilización. Los humanos nos creíamos a salvo, pero estamos demasiado próximos a todas estas patologías nacidas de nuestra propia codicia para salir indemnes. La ferocidad de las plagas del Antiguo Testamento se recrudece ahora de la mano de los agentes químicos y el DDT equivale en el escalafón al brazo implacable de Yavéh. En este juego del fin del mundo se mezcla lo divino con lo humano en una cadena trófica que abarca desde las patas de los cangrejos hasta el cerebro de Stephen Hawking. Mientras tanto la vida parece condenada a retroceder en clonaciones estancas hasta la precariedad de aquella primera ameba surgida hace millones de años en una charca africana. El futuro es el año cero. Y a pesar de todo hay tipos que todavía van por ahí creyéndose los reyes de la creación.

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