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De lo visible y lo invisible

José María Ridao

Buena parte de los balances realizados con motivo de la llegada al poder del partido socialista ha puesto el acento, no sin razón, en las transformaciones más inmediatas, más visibles, que ha experimentado la vida política española. Como no podía ser de otra manera, se ha hablado del talante con el que el nuevo Ejecutivo aborda el debate político con los opositores, de su mayor sensibilidad hacia la estructura autonómica del Estado, de sus intentos por ampliar y garantizar los derechos civiles, del giro social que ha inspirado sus iniciativas o, en fin, del propósito de recuperar las prioridades clásicas -Europa, Iberoamérica, Mediterráneo- en materia de política exterior. Mientras que una mayoría sustancial del electorado parece aprobar estas opciones, según se desprende del renovado apoyo al Gobierno que recogen las encuestas, la actual oposición seguiría decidida a mantener, apenas sin variación, el mismo discurso que dirigía a sus adversarios mientras estaba en el poder; un discurso que, lejos de insistir en ideas y argumentos, prefiere apostar por los efectos emocionales, por el clima, que determinados juicios sobre la Administración socialista, repetidos con infatigable perseverancia, habrían de tener sobre los ciudadanos, induciéndoles a cambiar de lealtad y, llegado el momento, de voto.

Frente a una estrategia de oposición que reafirma los rasgos más ásperos del conservadurismo en España, tanto en su ya lejana forma de acceder al poder como en sus modos de ejercerlo, nada tiene de extraño que, siempre según las encuestas, se extienda una creciente sensación de alivio, cada vez más caracterizada como un fenómeno de adhesión negativa. Es decir, a medida que pasan los meses, que se asientan las respectivas estrategias, más se consolida la impresión de que los ciudadanos van inclinándose por un partido por la sencilla razón de que, con independencia de lo que proponga, con independencia de lo que haga, no es el otro. Es así como se va extendiendo la actitud de que, puesto que cualquier alternativa aumentaría el riesgo de regresar a lo que ya se conoció, más vale renunciar a que la crítica se convierta en exigencia, si no a la crítica misma. A media voz, y la mayor parte de las veces sólo entre afines, se habla entonces de reservas, de desacuerdos, incluso de errores, sin que en ningún caso ese caudal político salga a la luz y se discuta, ahogado bajo el viejo razonamiento de que la discrepancia no es una forma de afirmar el compromiso con un proyecto, sino una alianza objetiva con el adversario, una quinta columna en su favor.

La España que el partido socialista ha tenido que gobernar desde el 14 de marzo no es la de 1996, ni tampoco la de 2000. La huella de unos años de gobierno que se quisieron de transformaciones profundas en todos los órdenes de la vida pública, de regeneración y segundas transiciones, permite advertir la naturaleza de proyectos políticos como el que los ciudadanos españoles rechazaron en las últimas elecciones generales, y que, para bien o para mal, tienen su equivalente en todos o casi todos los grandes sistemas parlamentarios de hoy. Sea por auténtica convicción democrática, sea por cálculo estratégico o por cualquier otro motivo, se trata de proyectos que no reclaman un cambio del sistema político, del que se presentan como sus más ardientes cuando no belicosos e internacionalistas defensores; reclaman, y ejecutan, un cambio radical de la política del sistema, según una expresión utilizada durante la Segunda República española. Sin necesidad de recurrir a comprometidas iniciativas legales ni a la reforma abierta de las instituciones -procedimientos a los que, llegado el caso, tampoco renuncian-, van introduciendo, sin embargo, minúsculas correcciones en los usos democráticos, imperceptibles enmiendas en la manera habitual de ejercer las responsabilidades públicas, siempre bajo el pretexto de aligerar unos convencionalismos denunciados como hipocresía o de sacudir los complejos que privarían a los gobernantes del coraje necesario para estar a la altura de los tiempos. Tomadas de una en una, sopesadas fuera de cualquier contexto, estas correcciones, estas enmiendas, ofrecen un aire inofensivo e intrascendente, hasta el punto de que cualquier objeción es descalificada de inmediato como alarmismo. Pero consideradas, no ya en su conjunto, sino en relación con los principios democráticos a los que afectan, adquieren, en cambio, una dimensión distinta.

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Antes siquiera de adoptar las primeras medidas y de pronunciarse sobre la manera en que pensaba ejercer su tarea, el Alto Comisionado para las Víctimas del Terrorismo fue objeto de gruesas descalificaciones, tanto por parte de la asociación que agrupa a la mayoría de quienes han padecido la acometida criminal de los etarras como por parte de la fuerza principal de la oposición. La virulencia de los ataques contra una figura como la de Peces-Barba, cuya trayectoria política, sin renunciar a la militancia socialista, se ha desarrollado sobre todo en instancias a resguardo de la lucha entre partidos, hizo que pasara a segundo plano el motivo alegado para desatarlos: el Alto Comisionado no había asistido a una manifestación. Más que sorprender la debilidad del argumento que avalaba la exigencia de responsabilidades, más que sobresaltar la estridente desproporción entre la supuesta falta y sus inmediatas consecuencias, lo que debería llamar la atención e, incluso, encender todas las alarmas, es el sobrentendido en el que se apoya, el cambio sustancial de la política del sistema que da por descontado. Tras la promesa electoral realizada por aquel candidato entonces en ascenso -"si soy presidente", dijo, "no sólo iré al entierro de mis amigos asesinados, sino al de todas las víctimas del terrorismo"-, tras la extravagante escena de aquella titular de Agricultura abandonando su despacho oficial para sumarse a los manifestantes que le pedían responsabilidades por las decisiones de Bruselas, los usos democráticos vigentes hasta ahora parecen haber trazado un giro completo: el buen hacer de un Gobierno no se mide ya, entre otros múltiples criterios, por la manera en que dan sentido político a las manifestaciones en contra o a favor de sus decisiones, sino por la agilidad y el nivel de representación con los que hace frente a su insoslayable obligación de asistir a ellas o de convocarlas.

Dejando de lado el desconcierto que produce contemplar a dirigentes elegidos por sufragio en situaciones que recuerdan a exhibiciones propias de otros regímenes, en los que ancianos autócratas saludan a las masas previamente convocadas o encabezan sus marchas agitando banderolas o ramas de olivo, lo cierto es que hoy, en España, parece haberse perdido definitivamente de vista que las iniciativas ciudadanas tienen reservado un espacio distinto del que es propio de las instituciones democráticas. Y más aún, parece haberse ya convalidado ese uso establecido durante las dos legislaturas anteriores, ese cambio en la política del sistema, según el cual la obligación de los responsables públicos no es introducir en las instituciones, traduciéndolos a sus códigos y procedimientos, los mensajes de la calle, sino sacar a la calle las instituciones. En realidad, nada tiene de extraño que el partido que promovió esta deliberada confusión desde el Gobierno persista en ella desde la oposición. Más extraño resulta, en cambio, que el debate político subsiguiente se haya dirigido a identificar criterios que la justificarían -si convocasen todas las asociaciones de víctimas, si se conmemorase una fecha significativa, si hubiese representación de todos los partidos-, en lugar de recordar que los Gobiernos democráticos no se manifiestan en las calles, ni oficialmente ni a título personal, salvo que opten por aproximarse a los recursos del populismo.

Si el cambio en la política del sistema puesto en evidencia con motivo de los ataques contra Peces-Barba hubiese quedado ahí, en la controversia acerca de si los Gobiernos y sus miembros deben acudir o no a las manifestaciones, no habría razones para sospechar que el proyecto de los conservadores ha recorrido un camino más largo del que parece. Pero sucede, sin embargo, que la alteración de los usos democráticos bajo su doble mandato resultó más extensa, al punto de que afectó a la mayor parte de los ámbitos en los que se desarrolla la política y, por descontado, a algunas de las materias que han sido objeto de profunda división. Así, por ejemplo, al modificar las relaciones entre la Iglesia y el Estado desatendiendo cualquier intento de acuerdo previo entre los partidos, esto es, cualquier posición unitaria de la parte del Estado que ellos representaban, fomentaron el equívoco de que la cuestión religiosa volvía a estar abierta en nuestro país, cuando, lejos de ello, la Constitución del 78 contiene una taxativa declaración de aconfesionalidad, que obliga tanto al Gobierno, a cualquier Gobierno, como a la Conferencia Episcopal y a los representantes de los demás credos. De igual manera, la torpe gestión del Estado autonómico ante su aceptación condicional y finalmente su abierto desafío por parte de algunos partidos nacionalistas llevó a creer que volvíamos a enfrentarnos a la pregunta metafísica de qué es España, resucitando a continuación el estéril y extenuante debate entre quienes destacan su unidad y quienes subrayan su diversidad; en realidad, lo que la Constitución del 78 ofrece es un mecanismo, el de las autonomías, para que preguntas metafísicas como la de qué es España, o qué son otras comunidades, resulten irrelevantes en la lucha política y, en consecuencia, para que desaparezcan de una vez por todas de las instituciones. Incluso los juicios acerca de la representación política se vieron arrastrados, tras dos legislaturas de Gobierno conservador, a un terreno de disputa más propio de los sistemas que fundamentan la legitimidad del poder en el carisma que del sistema democrático, como es el de valorar la idoneidad de los líderes por sus cualidades personales -su sentido del honor, su capacidad de mando o, incluso, su simpatía o antipatía- más que por el acierto o el error de sus decisiones.

No sin razón, buena parte de los balances realizados con motivo de la llegada al poder del partido socialista ha puesto el acento en las transformaciones más visibles que ha experimentado la vida política española, y que, a juzgar por los sondeos, estarían mereciendo un apoyo creciente de los ciudadanos. Pero junto a esas transformaciones existiría, sin embargo, una soterrada línea de continuidad, una implícita aceptación de los múltiples cambios de la política del sistema introducidos por los conservadores que podría estar enturbiando los análisis y, en último extremo, favoreciendo ese singular fenómeno de adhesión negativa a las opciones del Gobierno. A corto plazo, basta con que, en efecto, los ciudadanos prefieran a un partido por la sencilla razón de que no es el otro. Contemplando sus efectos en un horizonte más amplio, semejante situación sólo conduce a una radicalización de los conflictos, a unos acelerados episodios de vaivén político en el que cada vez son mayores las apuestas y, por lo tanto, los riesgos. Por esta razón, habría que pensárselo dos veces antes de dar por cierto, como ahora se da, que el nuevo Ejecutivo socialista haya conectado con la forma en la que desea ser gobernada una hipotética nueva España, de la que las anteriores generaciones de políticos no tienen conocimiento y hacia la que les faltaría sensibilidad. Tal vez la explicación de lo que sucede sea distinta, y es que el Gobierno socialista está sin duda adoptando las decisiones ideológicas en las que se siente reflejada la mayoría de los españoles que han vivido en democracia, y de ahí su popularidad; pero las está adoptando en unas materias que han sido objeto de profunda división, que la Constitución del 78 había cerrado y expulsado del debate político y que, durante dos legislaturas, el proyecto de los conservadores se propuso reabrir con el solo propósito de resolverlas a su favor.

Al construir un país sobre el negativo de ese proyecto es evidente que se le inflige una severa derrota, porque, al menos de momento, habrá una España plural donde se buscaba una obcecadamente unitaria, una España laica frente a aquella entregada a derivas confesionales, una España dialogante en el lugar de la que recurría al anatema contra quienes discrepaban. Pero al mismo tiempo que se le inflige una severa derrota, se le da subrepticiamente la razón en el más desestabilizador de sus fundamentos, en su más corrosivo principio, aunque pertenezca al terreno de lo invisible: el de que la Constitución del 78 no cerró ninguno de los contenciosos históricos, o los cerró en falso, por lo que correspondería a las mayorías parlamentarias, a los Gobiernos de uno u otro signo, acabar una obra sin duda estimable, pero inconclusa.

José María Ridao es embajador de España en la Unesco.

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