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El Papa recibe la extramaunción tras sufrir un grave deterioro su salud

El Vaticano informa de que Juan Pablo II padece fiebre muy alta por una infección urinaria

Enric González

La salud de Juan Pablo II se agravó anoche de forma dramática, debido a una infección en las vías urinarias que le provocó fiebre altísima y una caída de la presión arterial. El Pontífice no fue trasladado al policlínico Gemelli, debido a la precariedad de sus condiciones, y fue atendido por los médicos en el ambulatorio instalado junto a su habitación del Palacio Pontificio. Su médico personal, Renato Buzzonetti, optó por suministrarle una fuerte dosis de antibióticos para atajar una situación que se hacía crítica por momentos. El enfermo recibió también, como tras el atentado de 1981, la extremaunción.

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Una multitud se concentró en la plaza de San Pedro a la espera de acontecimientos. Poco antes de las 11 de la noche, el portavoz Joaquín Navarro-Valls emitió un comunicado de tono pesimista: "El Santo Padre, en el día de hoy, se ha visto afectado por una afección altamente febril provocada por una infección localizada en las vías urinarias. Se ha emprendido una apropiada terapia antibiótica. El cuadro clínico es estrechamente controlado por el equipo médico vaticano que le atiende". La infección era tan grave que se optó por no hospitalizar al Papa. Se temía que el movimiento no hiciera más que anticipar la muerte.

Era la situación que más temían los médicos: una infección en un organismo muy débil. Karol Wojtyla había perdido mucho peso, quizá hasta 15 kilos, desde que el 23 de febrero le fue practicada una traqueotomía para paliar sus frecuentes crisis respiratorias. La inserción de una cánula en la tráquea permitía insuflar oxígeno directamente en unos pulmones que apenas funcionaban, a causa del bloqueo nervioso provocado por la enfermedad de Parkinson, pero no resolvía el problema de la alimentación. Parte de la comida (toda ella líquida) se desviaba hacia los pulmones, dificultando aún más la respiración y generando riesgo de infecciones. Para hacer frente a esa espiral negativa, desde el miércoles se empezó a nutrir al Papa a través de una sonda nasogástrica.

La gravedad del cuadro clínico resultaba perceptible a simple vista. En sus últimas apariciones, el domingo y el miércoles, el papa Wojtyla mostró convulsiones y síntomas de asfixia y, pese a esforzarse casi con rabia, no consiguió pronunciar ninguna palabra. Se echaba las manos a la cabeza, se desesperaba, expresaba su frustración con manotazos. La palabra final, la despedida que deseaba, no salió de sus labios. Sólo emitió un levísimo ronquido, apenas perceptible. Los médicos explicaron que su aliento era tan leve que no alcanzaba a hacer vibrar las cuerdas vocales.

Los médicos habían desaconsejado que se asomara a la ventana sobre la plaza de San Pedro, pero el pontífice, que desde el principio de su enfermedad decidió vivirla en público "como testimonio del valor salvífico del sufrimiento", se empeñó en saludar a los fieles una vez más, quizá la última. No logró hablar, pero sí bendecir con la señal de la cruz. También hizo lo posible por mostrar, con gestos, que entendía el mensaje que leían el cardenal Angelo Sodano o el arzobispo Leonardo Sandri. Aunque su estado era casi crítico, mantenía la lucidez. Y quería que se supiera que permanecía en su puesto y cargaba la "cruz encomendada por Cristo", según sus propias palabras, hasta el final, como había prometido.

Las ventanas del apartamento papal en el Palacio Pontificio emitieron luz hasta las 11.30 de anoche. Después se cerraron y, de forma casi simultánea, fuentes vaticanas anunciaron un apagón informativo: los médicos desconectaron sus teléfonos móviles y los portavoces se despidieron hasta el día siguiente. La explicación fue que todos debían concentrar su atención en Juan Pablo II, que, según los rumores difundidos poco antes del apagón, parecía empezar a reaccionar al tratamiento de antibióticos. Antes de cerrar las puertas, los portavoces vaticanos hicieron hincapié en que la extremaunción recibida por el pontífice no significaba un fallecimiento inmediato, sino sólo "una cautela" y "un ánimo para el enfermo".

Plaza de San Pedro

La plaza de San Pedro mostraba un aspecto muy distinto al del domingo o el miércoles. En esas ocasiones había luz diurna y la gente portaba pancartas de ánimo, cantaba y aplaudía. Abundaban las lágrimas de emoción, pero no se percibía desesperanza. Incluso la noche del 23 de febrero, cuando el Papa fue ingresado de urgencia en el Policlínico Gemelli y sometido a una traqueotomía, quienes acudieron a la gran explanada vaticana mostraban temor o aprensión, no la angustia de la muerte. Anoche sí dominaba esa angustia. Se rezaba en silencio, se lloraba, se contemplaba la mole oscura del Palacio Pontificio, con la sensación colectiva de que, esta vez sí, se asistía al desenlace de la larga agonía de un Papa polaco que había hecho historia y se había ganado el afecto, o al menos el respeto, de muchos millones de personas. El arzobispo de Viena, cardenal Christoph Schoenborn, verbalizó lo que los altos cargos de la Curia y el entorno directo del Papa preferían callar. Juan Pablo II, dijo el cardenal, estaba avecinándose "al final de su vida" y correspondía desearle que alcanzara "el momento del descanso". El fin parecía inminente.

Grupos de fieles y de periodistas congregados de madrugada en la plaza de San Pedro.
Grupos de fieles y de periodistas congregados de madrugada en la plaza de San Pedro.REUTERS

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