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Columna
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La casa ofendida

Alguien, creo que fue el novelista colombiano Santiago Gamboa, me contó hace un par de años, en un café de Roma, una anécdota magnífica sobre un escritor que fue invitado a dar una serie de conferencias en Cuba y que, nada más llegar a La Habana, corrió a la calle Trocadero para ver la casa donde había vivido y muerto el escritor José Lezama Lima. Se acercó al edificio, que estaba cerrado y medio en ruinas, lleno de emoción: para él era una especie de catedral por lo civil, el sitio donde su ídolo escribió Dador, Paradiso, Fragmentoa a su imán, Oppiano Licario... Se puso a mirar por las ventanas. Enfrente, a la puerta de otra casa y sobre la acera, había dos mujeres. Una, de edad, sin duda, centenaria, se bamboleaba mecánicamente en una mecedora; su compañera era quien la mecía. Cuando el hombre se dirigió a ellas para preguntarles si había algún modo de visitar la casa del gran Lezama Lima, si alguien podría enseñársela por dentro, la más vieja, poniendo una mano en forma de concha sobre su oreja, le preguntó a la otra: "¿Quién es? ¿Qué quiere?". Y su acompañante le gritó: "Nada, nada: que pregunta por el hijo de la Rosita".

Hay dos cosas que me han recordado esa historia. La primera, el libro extraño y hermoso que acaba de publicar Seix Barral del escritor italiano Michele Mari: Todo el hierro de la torre Eiffel. Se trata de una obra rara, como lo son todos los coleccionistas de reliquias literarias que deambulan por las ciudades del mundo en busca de una primera edición, una fotografía remota o el número de una revista que pasó sin transición, como tantas cosas, del desinterés al olvido. En la fábula de Mari, el protagonista es el poeta, narrador y pensador alemán Walter Benjamin, y su aventura consiste en buscar por todos los rincones de París no ya libros, sino los objetos esenciales que inspiraron a los autores de esos libros: así va de la calle Saints-Pères, donde escribió Baudelaire sus célebres Flores del mal, a hacerse con la maceta que hubo en el balcón del genio, al pasaje Bérésinas, hoy llamado Choiseul, donde creció Louis Ferdinand Céline, el autor de Muerte a crédito, y donde alguien intenta venderle los puntos suspensivos que el narrador usaba abundantemente en todos sus libros. Benjamin, a quien algunos videntes ya anuncian que no le queda mucho tiempo, pues estamos en 1936 y él va a suicidarse en Portbou en 1940, también busca la célebre magdalena de Proust; el frasco azul con raticida que le otorgó Flaubert a su Madame Bovary; un reloj que llevaba Saint-Exupéry cuando su avión fue derribado frente a las costas de Marsella; el catalejo con que un personaje de Hemingway miraba las cumbres del Kilimanjaro o la muleta con que el niño llamado David era golpeado por su padre en la novela de Henry Roth Llámalo sueño. ¿Por qué no? Amar la lectura es vivir lo que está escrito y, en consecuencia, hacerlo parte de la realidad. Por eso, el Walter Benjamin de Mari puede ir del apartamento de la calle Faubourg en Montmartre, donde se mató en 1870 el poeta Isidoro Duchase, conde de Lautréamont, a la casa de Bel-Ami, el personaje de Maupassant, y saber que, en el fondo, ninguna de las dos son mentira. Es fácil, por otro lado, ver en Benjamin una segunda vez de Dante y de su viaje: al fin y al cabo, la única diferencia es que el creador de la Divina comedia tuvo que bajar al Infierno, y en el caso de Benjamin fue al revés: el infierno del nazismo fue hacia él, lo persiguió hasta matarlo con sus propias manos.

La otra razón por la que me acordé de la historia de Lezama ha sido el nuevo intento de recuperar de su vergonzoso abandono la casa del premio Nobel español Vicente Aleixandre, que es el lugar donde la poesía española se defendió durante décadas del miedo. Un interminable y atroz miedo a los mismos que perseguían a Walter Benjamin, sólo que con otros nombres, y que se atenuaba tras esos muros en que el autor de Sombra del paraíso o Mundo a solas ejerció su patrimonio y su memoria sobre los jóvenes poetas que se acercaban a él como quien va a mirar el horizonte, algo que estuviese más allá de aquel país vallado y mezquino. Muchas veces se ha hablado de recuperar, a un precio irrisorio si se compara con su valor, ese espacio emblemático, pero todos los que lo prometieron lo han incumplido, se han hecho gemelos de los que, en su momento, fueron a fotografiarse con el poeta cuando ganó el Nobel y después volvieron a despreciarlo. Ojalá ahora cumplan con su deber hacia Madrid y nuestra cultura.

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