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El milagro europeo

¿En qué consiste la actitud ilustrada en los albores del siglo XXI? En tener el valor de hacer uso de nuestra propia "mirada cosmopolita", es decir, de asumir nuestras múltiples identidades. Y eso supone vincular las formas de vida derivadas del idioma, el color de piel, la nacionalidad y la religión con la conciencia de que, en medio de la inseguridad radical que impera en nuestro mundo, todos somos iguales y a su vez cada uno es distinto del resto. Cuando la mirada cosmopolita analiza Europa descubre que todavía adolece de una falsa comprensión nacional de sí misma que malinterpreta su esencia última y su imposibilidad de repetirse históricamente y al mismo tiempo genera bloqueos políticos. La paradoja que nos toca entender es que todo aquel que piense en Europa como nación despierta los miedos nacionales primigenios de los europeos que se sintetizan en la disyuntiva de o Europa o las naciones europeas; no cabe una tercera opción. Esta comprensión equivocada de sí misma termina por convertir a Europa y a sus Estados miembros en enemigos acérrimos cuyas respectivas existencias parecen amenazarse entre sí. Malinterpretada en estos términos, la europeización se convierte en una diabólica suma cero con la que todos salen perdiendo, tanto Europa como las naciones que la integran.

La otra cara de la paradoja consiste en que es necesario abandonar el horizonte conceptual definido por sociedad y política, es decir, hay que concebir Europa desde una perspectiva cosmopolita a fin de que se desvanezca el miedo que tienen los Estados miembros a dar su aprobación a la ampliación de la UE por considerar que implica una especie de suicidio cultural. En este sentido, una Europa cosmopolita es ante todo una Europa de la diferencia, de las peculiaridades nacionales reconocidas y practicadas libremente. Lo primero que descubre la mirada cosmopolita en toda esta diversidad, ya sea de idiomas, estructuras económicas, culturas políticas o formas democráticas, es una fuente inagotable, quizá la fuente por antonomasia de la autoconciencia cosmopolita europea (y no, como pretende la perspectiva nacional, un obstáculo para la integración). Aunque lo cierto es que la concepción que se tiene de Europa, marcada por la perspectiva nacional, sigue siendo la de una "nación incompleta", un "Estado federal incompleto", y en consecuencia se la trata como si debiera de convertirse en ambas cosas, en nación y en Estado. Y esta limitación a la hora de concebir y comprender la realidad de nuevo cuño histórico que supone la europeización ha dado origen a la situación crítica que atraviesa Europa. Además, es también un factor esencial a la hora de explicar por qué las instituciones de la UE resultan remotas, irreales y a menudo hasta amenazadoras a ojos de los ciudadanos a cuyo servicio deben estar.

Ni siquiera la investigación avanzada sobre temas europeos se ha atrevido a apartarse apenas de los habituales patrones básicos de pensamiento fundamentados en la categoría de Estado nacional. También contempla a la Unión Europea a la luz del modelo de territorialidad, soberanía, reparto de competencias y delimitación propio del Estado nacional.

En este sentido resulta especialmente llamativo el fracaso de la sociología frente a Europa. Esta disciplina adquirió su instrumental en las postrimerías del siglo XIX y en los albores del XX a partir del análisis de sociedades nacionales y, como resulta poco apropiado para analizar la realidad europea, llega a la conclusión de que es evidente que no existe una sociedad europea de la que merezca la pena hablar. Hay muchas causas que explican por qué esto es así, pero sobre todo cabe destacar un motivo merecedor de análisis crítico: el concepto de sociedad es el punto de cristalización del nacionalismo metodológico de la sociología. Según éste, Europa debe ser concebida como el plural de las sociedades que la componen, es decir, por adición. O, dicho de otro modo: la sociedad de Europa es coincidente con las sociedades nacionales de Europa. Semejante encauzamiento conceptual programa ya la incomprensión que la sociología manifiesta frente a Europa. Este nacionalismo metodológico se revela erróneo desde una perspectiva histórica, ya que suprime las realidades y ámbitos de interacción complejos que conforman Europa. En una palabra: es ciego ante el fenómeno Europa y además propaga su ceguera.

Encontramos también un patrón de pensamiento similar en el origen de la fórmula "no existe el demos europeo". Pero, ¿de qué demos se está hablando aquí? ¿El de la polis griega, el de los cantones suizos o el de los Estados nacionales? ¿Y qué decir entonces de las sociedades reales de nuestros países sumidos en recíproca imbricación? En estos momentos, ¿cuentan siquiera los Estados nacionales con un demos homogéneo de ciudadanos? En todas partes se aplica (de manera implícita) este baremo conceptual derivado del Estado nacional que no puede por menos que revelarnos como deficitarias las realidades de la europeización: no hay demos, ni pueblo, ni Estado, ni democracia, ni opinión pública.

Por consiguiente, es necesario pensar en la europeización no sólo en la habitual dimensión vertical (por ejemplo, sociedades nacionales que aplican el derecho europeo), sino también en una dimensión horizontal. En este sentido, europeización es sinónimo de interconexión y amalgama de sociedades nacionales, sistemas de formación nacionales, familias nacionales, organizaciones científicas nacionales, economías nacionales, etc., y la europeización horizontal no es otra cosa que la apertura lateral de los contenedores nacionales. Desde esta perspectiva, son "europeos" modos connacionales de identidad, vida, producción e interrelación que, por así decirlo, atraviesan los muros de los Estados. Se trata de formas y movimientos que tienen en común el rebasar incesante de las fronteras. La dinámica de la europeización horizontal genera también nuevas realidades sumergidas que se vivencian, cabe decir, en los ángulos muertos de los negociados de extranjería. Desde allí se expanden al resto del medio social y terminarán siendo realidades sobreentendidas para las próximas generaciones: plurilingüismo, redes multinacionales, matrimonios mixtos, "poligamia internacional", movilidad formativa, carreras transnacionales, interrelaciones económicas y científicas.

La ampliación de la UE y la Constitución pasan, al menos en parte, a un segundo plano. De lo que se trata ahora es de abordar el crecimiento conjunto, la consolidación de puestos de trabajo y el bienestar europeo. En lo tocante a este punto, el canciller alemán podría tomar nota de la actitud de su predecesor Helmut Kohl, que supo darse cuenta de que es un error contemplar todo a través de las gafas alemanas (ya que a menudo los acuerdos colectivos de la UE sirven mejor al interés nacional). Ésta es la actitud que alumbró el mercado único y el euro: proyectos que suponen la renuncia a la soberanía, y que aportan inmensas ventajas a lasempresas y a los empleados alemanes. Es precisamente en este punto donde se pone de manifiesto la plusvalía política de la UE: las soluciones conjuntas dan mucho mejor resultado que las estrategias nacionales aisladas.

Los gobiernos nacionales luchan en contextos nacionales con problemas supuestamente nacionales, tratan de solucionarlos mediante estrategias nacionales puestas en práctica en solitario, y terminan fracasando. Esto se evidencia sobre todo en casos como la exportación de puestos de trabajo y el control del gravamen de las ganancias empresariales: las empresas económicas móviles que desarrollan su actividad integradas en redes mundiales están en situación de enfrentar a dos Estados en su propio beneficio hasta acabar debilitándolos. Cuanto más predomina la óptica nacional en el modo de pensar y obrar de individuos y gobiernos, mucho más fácil les resulta consolidar su propio poder. Ésta es la paradoja que hace falta comprender: ¡la perspectiva nacional perjudica a los intereses nacionales porque la mejor manera de satisfacerlos es en el marco de la interacción europea, y posiblemente global!

"¡Ay, Europa!", escribió Thomas Mann hace cien años en alusión a un Occidente funesto, desangrado y desgarrado por dos siglos y medio de guerras. Vayan al pueblo de Europa al que vayan, siempre encontrarán grandes lápidas conmemorativas con los nombres de los caídos grabados en ellas: 1915, 1917. Y enfrente, en la placa de piedra colocada en los muros de la iglesia en la que aparecen los nombres de los muertos de la Segunda Guerra Mundial, leerá de nuevo los nombres de tres miembros de esas mismas familias con la inscripción: caído en 1942, caído en 1944, desaparecido en 1945. Eso era Europa.

¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces? No mucho, la belicosa Europa ha estado sumida en un auténtico empate nuclear hasta finales de los años ochenta del pasado siglo XX. Entonces sólo parecía posible poner en práctica una política de aproximación entre el Este y el Oeste previo reconocimiento de aquella escisión europea presuntamente eterna. ¿Y qué estamos viviendo ahora? Se ha producido un milagro europeo: ¡los enemigos se han convertido en vecinos! Se trata de un acontecimiento histórico sin precedentes, más aún, en realidad resulta algo totalmente inimaginable. Precisamente en el momento más desenfrenado de la historia de esta constelación de naciones se ha dado con una invención política que prácticamente hace posible lo impensable: que los Estados consientan incluso en transformar su monopolio de la violencia en un tabú de la violencia. La amenaza de la violencia como opción política -ya sea entre Estados miembros o entre instituciones supranacionales- ha sido desterrada absolutamente, es decir, de una vez por todas, del horizonte de lo posible en Europa.

Y esto no habría sido factible si no hubiese surgido un elemento cualitativamente nuevo dentro del espacio histórico europeo: el horror nacional ante el exterminio de los judíos y las guerras y las expulsiones nacionales no seguirán siendo recordados por mucho tiempo en un ámbito exclusivamente nacional. En realidad, el espacio de la memoria nacional se ve obligado a abrirse al espacio de la memoria europea. Esto quiere decir que estamos asistiendo (al menos en sus inicios) a una europeización de las perspectivas. Semejante cosmopolitismo de la apertura comunicativa, de la aceptación de interdependencias, en el marco de una inclusión de lo ajeno regida por intereses comunes, y del intercambio histórico de las perspectivas de agresores y víctimas en el marco de una Europa posbélica, es algo muy distinto del multiculturalismo o de la falta de compromiso posmoderna. Aunque este cosmopolitismo necesita sustentarse en un andamiaje de normas que unen y al mismo tiempo obligan a todos y que sirven de ayuda para impedir que la situación desemboque en un particularismo posmoderno, no se trata simple y llanamente de un cosmopolitismo universalista. Para la creación de Europa resulta de vital importancia el trato activo con las diversas culturas, tradiciones e intereses insertos en el entramado de las distintas sociedades nacionales. Sólo el perdón que cimenta dicho trato es capaz de proporcionar suficiente capital de confianza en medio de la anarquía existente entre los Estados.

Así pues, ¿cuál es mi visión de Europa? Nosotros, los europeos, somos bastante provincianos. Algunos pueblos concretos, como por ejemplo los británicos y los franceses, tienen fama de ser abiertos de miras, ahora bien, en calidad de franceses o de británicos y no como europeos. La ampliación puede desembocar en una acentuación de este carácter provinciano o bien en una apertura al mundo por parte de la UE que traiga consigo una mayor conciencia de las propias responsabilidades dentro del contexto mundial. El ideario nacional es incapaz de unir a Europa. A la gente le da miedo la idea de un gran superestado europeo. No creo que Europa se pueda erigir sobre las ruinas de los Estados nacionales. Si existe una idea capaz de unir en estos momentos a los europeos es la de una Europa cosmopolita, porque les hace vencer el miedo a la pérdida de identidad, propone como objetivo la tolerancia constitucional en las relaciones recíprocas entre las muchas naciones europeas y, al mismo tiempo, abre nuevos espacios de negociación política en medio de un mundo globalizado.

Y en una Europa "cosmopolita" en este sentido, en la que los seres humanos tengan raíces y alas, es donde me gustaría vivir.

Ulrich Beck es profesor de Sociología en la Universidad de Múnich. Traducción de News Clips.

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