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Columna
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Los 'perros aplastados'de los franceses y el sentido del mundo

Rosa Montero

En Francia llaman chiens écrasés, que quiere decir literalmente perros aplastados, a todas aquellas pequeñas noticias que apenas si ocupan unas líneas en los periódicos y que se pierden por las esquinas de las páginas, prácticamente invisibles, contando escuetamente algún asunto considerado menor. Los chiens écrasés es una sección tradicional en la prensa gala, de manera que un periodista, interrogado en la barra de un bar sobre su ocupación, puede decir sin pizca de ironía: "Yo trabajo en los perros aplastados".

Supongo que antaño, en los periódicos locales y en tiempos más simples e inocentes que estos, los chuchos atropellados por un vehículo terminaban apareciendo realmente en un rinconcito de los diarios. Pero hoy los chiens écrasés hablan de todo menos de perros. A decir verdad, suelen ser unas noticias harto inquietantes. Por ejemplo: "Una adolescente encuentra una pierna de hombre momificada en el vertedero de XXXX". Y punto. Nada más. Ni cómo ha podido llegar esa pierna allí, ni qué demonios estaba haciendo una adolescente en un vertedero. O: "Turista alemán ingresa en el hospital XXXX aquejado de fuerte dolor abdominal y se le extrae del estómago una baraja entera de naipes". Allá te las arregles con tu curiosidad, porque no volverás a saber del alemán y no conseguirás enterarte jamás de por qué inescrutable razón llega uno a tragarse un mazo de cartas. Estas noticias diminutas son como chispazos, pequeños atisbos de la inmensidad y la diversidad de los humanos, y el desasosiego que provocan en el lector es inversamente proporcional al espacio que ocupan.

Tengo la sensación de que en España estos breves tienden a desaparecer, y desde luego en EL PAÍS sucede así. Pero de todas formas entre las noticias bien desarrolladas siempre se cuelan menciones de pasada a cosas apenas entrevistas, pero en las que, de pronto, te parece vislumbrar el verdadero sentido de la vida, o su tragedia, o su luz. Hace poco, el suplemento de The New York Times que publica EL PAÍS traía un reportaje sobre el tsunami y la tribu tailandesa de los Moken. Unos 200 Moken viven en la isla de Surin, y su aldea, que estaba construida sobre la playa, resultó destrozada. Pero cuando llegó la ola y lo arrasó todo, la tribu ya se había refugiado en las montañas. Los Moken viven en estrecha sintonía con el agua y poseen una rica cultura transmitida oralmente. Entre sus tradiciones está la de saber que siempre puede venir una gran ola, y la de reconocer los síntomas de la catástrofe: una retirada rápida y excesiva de la marea. Y eso les permitió poner los pies en polvorosa al primer indicio. El reportaje se extendía interesante y abundantemente sobre este punto, así como sobre las características culturales de los Moken y sobre cómo estaban rehaciendo la aldea. Y entre todos estos datos se deslizaban, como quien no quiere la cosa, estas frases tremendas: "Un miembro de la comunidad, un discapacitado que no podía correr, fue dejado atrás en medio del pánico, dice Salama [uno de los Moken entrevistados]. El hombre murió, y para evitar la mala suerte están reconstruyendo el poblado en una playa diferente".

Son apenas tres líneas, pero son brutales. Y en esas pocas palabras cabe el mundo. La tribu vive aislada y está compuesta por muy pocas personas. Sin duda el discapacitado vivía profundamente insertado en su entorno. Debía de tener familiares cercanos y lejanos, y los propios vecinos le conocerían de un modo que hoy, desde las grandes ciudades, casi no acertamos a imaginar. Y, sin embargo, le dejaron atrás, sabiendo que le condenaban a una muerte cierta. Me pregunto qué clase de discapacidad sufría; si comprendió que le habían abandonado; si se aterrorizó y, sobre todo, si sintió la infinita desolación de saberse olvidado. Y también me pregunto qué sintieron los otros, los demás. Esos Moken que están reconstruyendo su pueblo en otro lado, justo por esa muerte. Es decir, quizá justo por el dolor, o la vergüenza, o la culpa. Pongamos que el discapacitado fuera el hijo de una mujer sola que no pudiera cargar con él. Pongamos que la mujer pidió ayuda a los demás sin conseguirla. Y que la madre sigue ahí, en la pequeña comunidad, vivo testigo de la cobardía y la miseria. Todo eso cabe en las tres líneas, y aún mucho más. Un vértigo de vibrante vida y despiadada muerte, un atisbo del intenso drama de la existencia. A veces tengo la sensación de que la realidad más honda sólo se deja entrever así, de refilón. La vida es tan ardiente y tan enorme que, como a la Gorgona, no se la puede contemplar directamente.

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