El 'dream team' de Europa
El comienzo del nuevo milenio dio pie a numerosas discusiones sobre "Rusia en la encrucijada de la historia". Como en ningún otro país, este tema ha mantenido su actualidad prácticamente a lo largo de la historia nacional de los últimos tres siglos por lo menos. En esencia, estamos frente una prolongada y constante "encrucijada", ante la que la adolescente Rusia trata de resolver de forma atormentada el problema de su identidad geográfica, histórica y metafísica: ¿forma ella parte de Europa o no?
Este complejo adolescente de atracción y agravio, que es el arquetipo de la conciencia política rusa, se ha manifestado de nuevo en los últimos años en decenas de nuestras publicaciones especializadas en política internacional.
"Somos parte de Europa, pero nos echan de Europa"; "Querríamos tener una asociación estratégica con Occidente, pero nos rechazan"; "No han creído en nuestro anhelo de paz y amistad, y han interpretado nuestra buena voluntad como un signo de debilidad", etcétera. Pasajes semejantes, en diversas variantes de aburrida prosa, han vuelto sobre las ideas centrales de un poema clásico escrito hace más de 80 años:
"Venid! ¡De los horrores de la guerra cruel, / venid a nuestros amistosos brazos! / ¡Aún no es tarde, la vieja espada enfundada está! / ¡Amigos, seamos todos hermanos! / ¡Mas si no es así, nada tenemos que perder, / también nosotros dominamos la perfidia! / ¡Y por siglos de los siglos os maldecirán / las mórbidas generaciones venideras! / ¡Por bosques y llanuras en toda su extensión, / inundaremos vuestra hermosa Europa! / ¡Y entonces sí que habréis de ver / nuestro asiático hocico! (*)
Las recomendaciones prácticas para mostrar a Europa nuestro hocico asiático o cosas aún peores han abundado. Se ha hablado de alianza estratégica con China y "vuelta a las tropas de armas nucleares tácticas", y también de entregar a "los regímenes antiimperialistas" las tecnologías de armamento nuclear.
La ampliación de la UE hacia el Este o, mejor dicho, la huida de los países de Europa Oriental y Central a Occidente golpeó en lo profundo de nuestra conciencia política. Actualizó la discusión -que por lo demás nunca cesó en nuestra cultura- de si Rusia es parte de Europa, haciéndonos ver que en muchos aspectos no lo es. Y no porque alguien nos eche de Europa. Sino porque debido a determinadas características de nuestra historia, geografía y psicología nacional, nosotros mismos no hemos resuelto aún este torturante problema.
Los pensadores centroeuropeos, a diferencia de los nuestros, nunca se preguntaron si sus Estados y pueblos pertenecen o no a Europa. La respuesta era evidente para ellos. No es de extrañar entonces que esos países aspiren con tanto ardor a aprovechar la posibilidad que por fin se les presenta de afianzar su opción geopolítica y establecer su pertenencia a las estructuras europeas de élite, ya sea en la UE o en la OTAN.
En Rusia, en cambio, se mantiene con la misma agudeza una discusión que se ha dilatado demasiado. En ella, no pueden separarse los problemas de política interior y exterior. Tanto si se debate el destino de las instituciones democráticas en el interior del país como las relaciones de Rusia con el mundo exterior y, ante todo, con Occidente, se está hablando de una misma cosa: de los valores fundamentales de la sociedad rusa (de esos mismos valores se trataba en la España posfranquista, cuando optó a favor de la integración con las instituciones europeas. Aquella opción fue consolidada un cuarto de siglo después definitivamente en el referéndum sobre la Constitución europea). Al mostrar "su hocico asiático" a Occidente, las autoridades se lo muestran también a su propio pueblo.
La secular lucha entre "occidentalistas" y "euroasiáticos", agravada esta vez por el doloroso complejo de derrota en la guerra fría con Occidente, continúa en el interior de la cultura rusa. Sin embargo, la oscilación euroasiática del péndulo puede resultar fatal esta vez. La confrontación con Occidente y el rumbo hacia una "relación estratégica" con China -de hecho, una coalición militar- conducirá a una marginalización de Rusia, y a su subordinación a los intereses estratégicos de China, así como, en el futuro, a la pérdida del control sobre el Lejano Oriente, primero de facto y después de iure.
En su manifiesto "Eurasia-über alles", Alexandr Duguin, uno de nuestros asiófilos más destacados y un enamorado de la estética de las SS que atosiga con sus consejos a los altos funcionarios del Estado, ha afirmado con orgullo por la historia patria que "en el siglo XVI Moscú tomó el relevo de la construcción de un imperio euroasiático de manos de los tártaros". Los asiófilos de Moscovia llevaron con cuidado ese relevo a través de los siglos. Pero si son honrados y consecuentes con el lema "Eurasia-über alles", entonces deben comprender que el relevo de la construcción imperial no sólo se toma, sino que también se entrega. Deben entender que cinco siglos es un largo plazo y que en el siglo XXI es hora de entregarlo a China, que históricamente tiene ahora más perspectivas. Y así querrían hacerlo los más consecuentes de ellos.
Para los occidentalistas el lugar de Rusia siempre ha estado en Europa precisamente porque ellos valoraron siempre los valores comunes enraizados en la herencia histórica de la civilización europea: la libertad del individuo, la dignidad humana, la tolerancia, el sistema judicial independiente. Para los eslavófilos, euroasiáticos, partidarios de un Estado fuerte, independientemente de cómo se han autodefinido en los diferentes periodos históricos, los valores centrales han sido otros: la grandeza imperial de Rusia, el mantenimiento y ampliación de su enorme territorio, la originalidad de su cultura y civilización. Como bien dijo un personaje del siglo XIX, la frontera entre occidentalistas y eslavófilos no pasa entre los partidos políticos, sino por el corazón de cada ruso.
En la conciencia política rusa -mejor dicho, en su subconsciente- a principios del siglo XXI está sucediendo algo nuevo. Los partidarios del Estado -de forma aún no verbalizada- comienzan a sentir que los valores que tanto quieren pueden ser defendidos sólo en el marco del gran proyecto de Europa, desde Dublín a Vladivostok.
Ya son conocidas las dos superpotencias del siglo XXI: EE UU y China. Ni Gran Bretaña, ni Francia, ni Alemania, ni Rusia, ni siquiera la Unión Europea en su actual composición pueden igualarse a las dos primeras. Sólo la Gran Europa, que incluye a Rusia como a uno de sus pilares, puede cerrar el triángulo estratégico, dando estabilidad a la configuración geopolítica del siglo XXI. Rusia tiene una sola posibilidad de volver a la superliga de la política mundial: formando parte del dream team de la Gran Europa.
Entre los grandes jugadores del próximo siglo sólo Europa está interesada en que Rusia (y, consecuentemente, Europa) mantenga el control sobre el espacio euroasiático. Europa preferiría contactar con otras grandes civilizaciones mundiales no en los Urales, sino en el Pacífico. Y sólo Europa puede estimar en su justo valor la cultura rusa, porque ésta forma parte orgánica de la visión del mundo de cualquier europeo ilustrado.
Rusia por fin tiene la posibilidad de superar la división secular en el interior de su propia cultura y alma, y Europa, de ser una potencia mundial del siglo XXI.
Ésta es la envergadura del problema que deberían debatir en la cumbre de hoy, 18 de marzo, en París. Chirac, Schroeder y Zapatero deben comprender que el corazón de su amigo Vladímir todavía está dividido entre la idea europea y la euroasiática. Desde París, V. Putin volará nuevamente a Kiev. En el invierno allí vieron al Putin euroasiático. ¿Lograrán ver en la primavera al Putin europeo?
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