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Columna
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Eutanasia masiva

RUTH TOLEDANO

Rouco y Lamela andan en la misma onda. Hace unas semanas, Rouco Varela aseguraba que en Madrid se peca masivamente. Doy fe de que la carcajada fue masiva. Pero ahora, cuando ya le han dado puerta por sufragio de la jefatura de la Conferencia Episcopal, el cardenal declara que "la sociedad no puede marcar cómo un hombre debe morir. Si lo hace, estamos perdidos". Se refiere a lo que está sucediendo en el hospital Severo Ochoa de Leganés, donde el consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, Manuel Lamela, sospecha que se ha producido un acto de eutanasia masiva. El origen de su sospecha ha sido una denuncia anónima, según la cual alrededor de 400 enfermos terminales habrían recibido en la unidad de Urgencias de dicho hospital un tratamiento paliativo del dolor que, presuntamente, podría acortarles su ya condenada vida. Ni corto ni perezoso, Lamela releva cautelarmente de su cargo al jefe de Urgencias, Luis Montes. Esto ya no tiene ninguna gracia, y masivamente debemos reaccionar.

Los trabajadores del hospital Severo Ochoa han convocado paros de 15 minutos para los próximos ocho días y una huelga para el 1 de abril, indignados por el daño a su profesionalidad que haya podido causar semejante medida. Para empezar, se ha actuado en función de una denuncia anónima, algo que no permite la ley. Porque podría tratarse de una venganza personal, que la investigación tendría que despejar antes de relevar a nadie, y hasta podría tratarse de una campaña contra el sistema público sanitario orquestada por un cierto sector ideológico. En la onda del ataque masivo.

Pero, más allá de las especulaciones, lo que está sucediendo estos días en el hospital Severo Ochoa de Leganés nos enfrenta, sin paliativos, con nuestra relación social con el dolor físico y psíquico de las personas ante la muerte. No he llegado a comprender por qué, en la línea del cardenal Rouco, nuestra vida es un valle de lágrimas y no un paraíso de sonrisas. No he comprendido aún el sufrimiento del mundo, el inagotable dolor de la existencia. Para los hinduistas, nuestras acciones en vidas pasadas conforman el karma de nuestra actual reencarnación. El determinismo de esta doctrina, teoría o creencia no está lejos de la perspectiva cristiana, según la cual el hombre cosecha lo que siembra. Pero en ambas teorías se produce una clara contradicción: si la ley hinduista del karma funcionase, si la cosecha cristiana dependiera tan directamente de la siembra, un niño no moriría de cáncer. Básicamente, porque no ha tenido tiempo ni de mejorar su karma ni de sembrar nada.

Y sin embargo, en nuestra sociedad del bienestar, ese niño puede morir en nuestros hospitales retorciéndose de dolor por no recibir la dosis de sedación suficiente. Y un adulto y un anciano, hayan hecho en su vida lo que hayan hecho. Excepto los sádicos y los masoquistas, cualquiera preferiría morir y ver morir a los suyos sin el espanto de los gritos, sin el sufrimiento de las alucinaciones, sin esa estampa de la indignidad lacerante para uno mismo y quienes le rodean. Pero no. Los bienpensantes, los moralistas católicos, los roucos y los lamelas prefieren que de este valle de lágrimas te vayas padeciendo, que es a lo que has venido aquí (con tu karma a cuestas). No hay más que ver el penoso ejemplo de su Santo Padre. Pues bien, que escojan ellos morir a gritos y nos dejen a los demás morir en paz. Es escandaloso que releven a un médico por sedar a enfermos terminarles, es decir, por ayudarles, que es su obligación. Por culpa de esa doctrina del sufrimiento que nos han inculcado con sangre, hasta hace bien poco era impensable que el personal sanitario usara los medios a su alcance para reducir el sufrimiento ante una muerte inevitable. Y eso sí que era pecar masivamente, pero ni se podía mencionar. Ahora que hasta el debate sobre la eutanasia está abierto, y por suerte para las víctimas de ese incomprensible dolor del tránsito de la muerte, hay personal sanitario, como el doctor Luis Montes, con la suficiente conciencia profesional y sensibilidad personal para reducir sus angustiosos efectos. Máxime si, por falta de camas hospitalarias y de unidades de cuidados paliativos que presten la atención necesaria, te toca ir a morir al pasillo de un servicio de urgencias congestionado. Circunstancia, por cierto, por la que seguro que no pasan Lamela, Rouco ni su Santo Padre.

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