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Tribuna:EL CONFLICTO ISRAELÍ-PALESTINO
Tribuna
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Las perspectivas de paz y las falacias de Oslo

Shlomo Ben Ami

Hace más de cuatro años, en octubre de 2000, se celebró en Sharm el Sheij una cumbre internacional. Su objetivo era similar al de la cumbre de febrero de 2005, concretamente, poner fin a la Intifada y rescatar el proceso de paz de la destrucción. Finalmente se llegó a un acuerdo, pero en lugar de ser respaldado por los líderes mundiales presentes en la cumbre (Kofi Annan, Bill Clinton, Javier Solana, Hosni Mubarak y otros), el acuerdo pronto se convirtió en letra muerta. Arafat sencillamente no estaba interesado en un alto el fuego y no tenía la menor intención de respetar su firma. Sin embargo, las condiciones en las que se ha decidido el nuevo alto el fuego son mucho más prometedoras.

Como ha demostrado el lanzamiento del proceso de paz arabe-israelí en el Congreso Internacional de Paz de Madrid en 1991, las perspectivas de paz en Oriente Próximo siempre han dependido de una sincronía entre los cambios globales y las condiciones regionales. Con la elección de George W. Bush para un segundo mandato en la Casa Blanca, la perspectiva de una solución para el conflicto entre árabes e israelíes, de 125 años de antigüedad, parece algo más real. A pesar de las dificultades de Estados Unidos en Irak, la brutal determinación del presidente de desarrollar sus políticas en la región, las amenazas a la estabilidad de los regímenes árabes que emanan del fundamentalismo islámico, su miedo a que la persistencia del problema palestino pueda acabar disolviendo su frente nacional y socavando sus regímenes, y el cambio de Gobierno en la Autoridad Palestina, han contribuido a generar condiciones más favorables para un acuerdo global árabe con Israel. Vale la pena recordar que el respaldo de la Liga Árabe en la primavera de 2002 a la iniciativa saudí para la paz con Israel fue la respuesta árabe a la guerra estadounidense contra el terrorismo.

Otra clave para la reactivación del proceso de paz es Egipto. Ariel Sharon, que, a diferencia de la mayoría de sus predecesores, especialmente los del Partido Laborista, nunca trató de ganarse la amistad del presidente Mubarak y nunca se planteó hacer el tradicional peregrinaje de los mandatarios israelíes a El Cairo para suplicar la mediación de Egipto con los palestinos, logró aun así avivar las relaciones de Israel con el rais. Recientemente, éste incluso aconsejó a los palestinos que "sólo con Sharon tenéis una oportunidad para la paz". El plan de retirada israelí de Gaza y las alarmantes perspectivas de que ello podría crear para Egipto una inestable frontera común con una anárquica entidad palestina en Gaza es el motivo principal para el repentino encaprichamiento de Mubarak con Sharon. La determinación de Sharon de utilizar la fuerza sin piedad ni escrúpulos, y su éxito al mantener su estrecha alianza con un presidente estadounidense que acaba de ser reelegido para un segundo mandato han hecho que el presidente Mubarak capte un mensaje inequívoco: animar las relaciones con Israel, contribuir a hacer posible su plan en Gaza y ejercer presión sobre los palestinos en favor de políticas más pragmáticas, son intereses vitales para Egipto. La prioridad del presidente Mubarak no es la paz, sino la continuidad de su régimen, y ello requiere adaptar sus políticas a las condiciones cambiantes.

No obstante, no estaría de más mostrarse prudentes a la hora de evaluar la posibilidad de que esta mejora de las condiciones vaya a ser necesariamente el preludio de un acuerdo de paz permanente. El proceso de paz arabe-israelí ha conocido más de un momento de euforia en el pasado; tampoco es la primera vez que las condiciones regionales y globales parecen tan extremadamente favorables para una oportunidad de paz y, de hecho, ambas partes han estado más de una vez al borde de la paz. Oriente Próximo es un cementerio de oportunidades perdidas y prometedores planes de paz. En la actualidad, las fuerzas que todavía podrían desbaratar las posibilidades de paz han hecho cualquier cosa menos deponer las armas. Las ambiciones nucleares de Irán y su hostilidad hacia el proceso de paz arabe-israelí son graves factores desestabilizadores. Manipuladas por Irán, las milicias de Hezbolá ya han empezado a echar raíces entre las organizaciones radicales palestinas en los territorios para minar las posibilidades de un alto el fuego o una ejecución tranquila del plan de Sharon en Gaza.

El alto el fuego conseguido recientemente en Sharm el Sheij es, sin duda, un asunto muy frágil. Israel ha llegado a un acuerdo con la Autoridad Palestina, no con Hamás, que todavía no ha renunciado a la opción militar. Para que Abu Mazen convenza a Hamás y a las demás milicias populares de que acaben con la lucha, necesita concesiones e incentivos permanentes de Sharon. Pero Sharon, por muy dispuesto que esté a fortalecer la postura negociadora de su nuevo socio con Hamás, a lo mejor no puede hacerlo por culpa de su estrecho margen de maniobra política. Contrariamente a la Autoridad Palestina, que ahora ha optado por la estrategia de trasladar la lucha palestina de los autobuses israelíes y las guarderías a la mesa de negociaciones, Hamás aspira claramente a convertirse en una especie de Hezbolá palestino, es decir, en un partido político que participa en las instituciones del Estado mientras mantiene a su vez una opción militar independiente. Si ése es el caso, el alto el fuego sencillamente podría no durar. La credibilidad de Abu Mazen y toda su estrategia de paz no puede reconciliarse de ningún modo con que Hamás sea un Estado dentro de un Estado, una organización armada que ofrece un "alto el fuego" al presidente palestino. Tarde o temprano, Abu Mazen tendrá que enfrentarse con los radicales en el campo palestino. Esto incluye no sólo a las organizaciones islámicas, sino también a elementos del propio Fatah, como los Mártires de Al-Aqsa.

Pero el principal desafío es el del acuerdo político final. En Sharm el Sheij no se trataron los problemas básicos del conflicto; más bien fue un encuentro entre dos partes exhaustas que buscan un descanso en un conflicto mutuamente devastador, dando una oportunidad más al proceso político. El Gobierno palestino está deseoso de llevar la partida con Israel hasta el final, a unas negociaciones definitivas. Creen que sólo con un horizonte político preciso entre las manos podrán garantizar la cohesión de la sociedad palestina en torno a su estrategia de paz. Sin una partida final clara a la vista, el Gobierno palestino perderá rápidamente credibilidad entre las masas y, por supuesto, entre los grupos políticos y milicias más radicales. Pero Sharon, con el pleno apoyo del presidente Bush en este asunto, no está en absoluto dispuesto a participar en una partida final en un futuro inmediato. La imaginación del primer ministro no llega más allá del agonizante plan de retirada de Gaza. Un gran riesgo para el futuro reside en el hecho de que Sharon parece querer resucitar los legados más negativos de Oslo. Le gustaría presenciar un retorno a un proceso paulatino, largo y tortuoso. Sueña con una serie de acuerdos provisionales. Pero éstos, como bien saben israelíes y palestinos por su experiencia pasada, se convertirían en una invitación permanente a que todos los enemigos del proceso de paz lo desbarataran. Las oportunidades para hacerlo abundarían. De hecho, un proceso demasiado largo puede verse truncado incluso si está cargado de buenas intenciones. Siempre es probable que la disfuncionalidad del sistema político israelí y las dificultades con las que podría toparse Abu Mazen para consolidar su postura derroten a los pacificadores. Hemos pasado por ello más de una vez en el pasado. Sharon, que hizo toda una carrera envileciendo ferozmente a los líderes laboristas como traidores listos para vender Eretz Israel al enemigo, ahora ha aprobado el legado de Rabin. Esto no es necesariamente negativo, si no fuera porque lo que ahora respalda Sharon son los errores y falacias que suscribió Rabin. Dos grandes falacias hicieron que descarrilara el proceso de paz bajo el Gobierno de Rabin: la filosofía de Oslo del 'paso a paso' y la obsesión de Rabin por negociar directamente con los palestinos sin la mediación estadounidense, por no hablar de la supervisión internacional. Un regreso a la estrategia de fases está destinado a un nuevo fracaso. Lo que nos llevó -a Barak y a mí- a buscar un acuerdo final en Camp David fue la convicción de que siempre es probable que el sistema político israelí se disuelva bajo la presión de concesiones parciales. Y, dado que el precio político que se paga por dichos acuerdos provisionales no es distinto al precio necesario para el acuerdo final, es aconsejable dar el gran salto que acabe con el conflicto y garantice la viabilidad del acuerdo. Nuestro gran crítico y padre de la filosofía de los pactos interinos, Henry Kissinger, ha reconocido recientemente en un artículo para el Chicago Tribune (23 de noviembre de 2004) que la disputa palestino-israelí ya no es susceptible de una solución mediante un proceso por partes y requiere el gran salto hacia un acuerdo final. De hecho, Abu Mazen ya ha dejado claro que no tiene intención de pasar a la segunda fase de la Hoja de Ruta, que estipula la creación de un Estado palestino con fronteras provisionales. Éste es un extraño elemento de la Hoja de Ruta que siempre creí que rechazarían los palestinos, ya que es probable que lo perciban como una trampa, un intento de los israelíes por trivializar el problema palestino convirtiéndolo en una banal disputa fronteriza. Pero si los parámetros exactos del acuerdo final son acordados antes de crear el 'Estado provisional', es una cuestión totalmente distinta. Israel no ha tenido nunca un amigo tan incondicional en la Casa Blanca como George W. Bush, y aun así, Sharon está decidido a seguir los pasos de Rabin descartando a los estadounidenses del papel de mediadores. Esa postura no es del todo ilógica; Rabin nunca quiso que las relaciones únicas de Israel con Estados Unidos se vieran afectadas por los altibajos del proceso de paz. Y Sharon está legítimamente preocupado por la posibilidad de que Estados Unidos se vea obligado a solventar sus relaciones con los detractores de Israel en Europa a expensas de Israel. Pero el problema de esta postura es que, al igual que Rabin, Sharon también cree que negociando directamente con los palestinos conseguirá un acuerdo más 'barato', y podrá así librar a Israel de agonizantes compromisos sobre Jerusalén o con respecto a las fronteras de 1967. Naturalmente, esto es una falacia. En Camp David y Taba se sentaron los cimientos para la paz. Ningún líder palestino, por 'moderado' y 'razonable' que sea, se conformará con menos. Cualquier intento de eludir estos parámetros de paz desembocará en frustración, o peor aún, en otra catástrofe. El presidente Bush haría bien en recalcar a Sharon la necesidad de actuar lo antes posible para esbozar la partida final. Sólo así podrá sustituirse la pesimista cultura de unilateralismo y retirada violenta que ha surgido durante esta Intifada por una confianza mutua y un toma y daca civilizado. Sharm el Sheij pasará a la historia como un momento crucial sólo si el innegable deseo de israelíes y palestinos de poner fin al conflicto armado se mantiene gracias a una visión clara de paz. Dicha visión no existe, y las partes implicadas todavía conciben los parámetros de un acuerdo final sobre los principales aspectos del conflicto de formas diametralmente opuestas. Sólo cuando todas las partes coincidan en una plataforma de paz común, es decir, en el destino exacto y preciso del viaje que se les pide que emprendan siguiendo una hoja de ruta hacia la paz, podrán erradicarse definitivamente las perspectivas de los escépticos y los enemigos del proceso.

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