25 años del Estatuto de los Trabajadores
El autor defiende la validez de esta norma, que ha demostrado eficacia para resolver conflictos sociales durante un cuarto de siglo
El día 10 de marzo de este año cumple un cuarto de siglo esta ley laboral cuyo eco e importancia social y económica fue, en su tiempo, notable. Como es sabido, la Constitución contenía un mandato al legislador que no dejaba lugar a dudas: "La ley regulará un Estatuto de los Trabajadores".
Las suspicacias comenzaron inmediatamente después de celebradas las elecciones generales de 1979. Un Gobierno calificado (gratuitamente) de derechas, ¿sería capaz de sacar adelante el citado estatuto? La experiencia de lo que había sucedido en la anterior legislatura con determinados proyectos y proposiciones de ley en materia laboral llevaban al escepticismo. Hasta el punto de afirmarse, en ocasiones, que la UCD no tenía un modelo global de relaciones laborales.
El nuevo Gobierno puso, sin pérdida de tiempo, un proyecto de ley sobre la mesa, aprobándolo el 1 de junio de 1979. La razón de esta celeridad fue que se venía trabajando en el anteproyecto en el Instituto de Estudios Sociales desde 1978 bajo la dirección del profesor Sagardoy. El laconismo de la Constitución había obligado, lógicamente, a estudiar y precisar con antelación el contenido de una ley de la que sólo se conocía su título. El mandato desnudo y tajante ("la ley regulará un Estatuto de los Trabajadores") me pareció positivo porque dejaba a los poderes públicos un amplio margen de actuación y les obligaba a un mayor esfuerzo en la determinación de su contenido.
La primera decisión fue abrir inmediatamente un diálogo y un debate parlamentario posterior lo más amplio posible con todas las fuerzas sociales y políticas que quisieran ser interlocutores. Un modelo de acuerdo universal, como los Pactos de la Moncloa, no era posible. Una ley relacional (como era el estatuto) con intereses contrapuestos, de regulación detallada y aplicación inmediata, y con un protagonismo lógico de trabajadores y empresarios no podía alcanzar la unanimidad de fuerzas sociales y partidos políticos. Y menos aún en aquellos momentos. Era necesario que el Gobierno hiciese frente a su responsabilidad aprobando un proyecto siempre susceptible de mejora en un procedimiento legislativo que debía ser amplio.
Se optó, como se ha apuntado, por una discusión bilateral con sindicatos y asociaciones empresariales todo lo extensa que fuese necesaria y, al mismo tiempo, por un debate desagregado y "a grifo abierto" con todas las asociaciones, foros, sectores y ciudadanos interesados en la ley que se iba a discutir en el Congreso meses después. Era la única forma de llegar lo más posible al mundo de la producción, a los interesados y a la opinión pública en relación con una norma que regulaba aspectos, derechos y obligaciones de una sensibilidad y extensión subjetiva muy importantes.
Los objetivos básicos del estatuto fueron, en mi opinión, tres. Primero, desarrollar las declaraciones y principios laborales contenidos en la Constitución. De manera principal la negociación colectiva. La Ley Fundamental había establecido una reserva de legitimación a favor de los trabajadores y empresarios limitando la función de la ley ordinaria a garantizar la citada negociación y la fuerza vinculante de los convenios. Este desarrollo constitucional venía a adecuar nuestro ordenamiento laboral al sistema democrático que se había restaurado recientemente.
Segundo, aproximar este mismo ordenamiento al de las principales democracias industriales de la entonces Comunidad Económica Europea, a las que queríamos homologarnos. España había solicitado ya su incorporación a este organismo supranacional y parecía lógico y prudente que iniciásemos una aproximación sin pérdida de tiempo en un campo tan esencial para la vida económica como las relaciones de producción.
Finalmente, y como tercer objetivo, ofrecer nuevas modalidades de contratación que permitiesen casar determinadas ofertas de empleo (tiempo parcial, contratación temporal, nuevos supuestos de contratación por tiempo determinado, etcétera). Era obvio que el empleo dependía del crecimiento económico. Pero era necesario abrir las figuras contractuales para hacer frente a ofertas reales que quedaban sin cubrir. Todo ello con las garantías y precisiones normativas necesarias para impedir planteamientos fraudulentos.
El estatuto tuvo unas características que han hecho posible su permanencia en este cuarto de siglo sin perjuicio de incorporar las modificaciones que se han producido. La primera nota distintiva fue su equilibrio, aspecto importante en una ley, en gran parte, de relación. Por otra parte, la amplitud de la negociación colectiva convertía al estatuto (en cuanto a la relación individual de trabajo) en una ley de mínimos, y como tal, siempre mejorable.
El segundo rasgo característico fue la atribución de una amplísima autonomía a sindicatos y asociaciones empresariales. La Constitución era un buen cimiento para ello y el estatuto llevó al máximo las posibilidades que le ofrecía la ley fundamental.
Finalmente, su vocación codificadora fue también un rasgo característico de la ley que comentamos. La amplitud de las materias que regulaba y la incorporación de principios básicos le permitían encajar modificaciones concretas aunque hubiese que ir a refundiciones formales.
El Estatuto de los Trabajadores tuvo apoyos y críticas. La recepción de aquéllos se hizo en el procedimiento parlamentario, en forma de enmiendas, y encontraron en el Gobierno y los grupos parlamentarios de UCD una acogida positiva. Más aún, considerando que no desnaturalizaban el proyecto. La incorporación de estas aportaciones quedó bien reflejada en las palabras de un respetado líder sindical (Nicolás Redondo) en el debate de totalidad: "...Recordando que no es nuestro estatuto, tampoco es el mismo estatuto que llegó a la Comisión de Trabajo...". Las críticas, como toda contestación democrática, jugaron también un papel constructivo en cuanto obligaron a repensar, justificar y verificar públicamente decisiones que parecían definitivas de antemano.
Un cuarto de siglo permite hacer una valoración de conjunto: el estatuto ha servido a gobiernos de distinto color político y a fuerzas sociales con liderazgos también diversos. Históricamente, fue la respuesta a un mandato constitucional, pero también a una necesidad social urgente en un momento delicado.
Rafael Calvo Ortega es catedrático emérito de la Universidad Complutense. Fue ministro de Trabajo en dos Gobiernos de la UCD presididos por Adolfo Suárez.
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