¿Final de ciclo o final de régimen?
Me consta que el término régimen molesta a muchos convergentes honestos. En su honor hago la acotación pertinente aunque innecesaria: por supuesto, hablamos de un régimen democrático. Pero régimen al fin. El hecho de que el anterior Gobierno ganara, pulso a pulso, cada campaña electoral y de que la sucesión de dos décadas en el poder de un mismo partido y un mismo presidente fueran merced a la voluntad popular, no impide definir a la Cataluña de Pujol como un régimen político. Durante mucho tiempo esta sociedad nuestra, tan patria, moderna y diseñada, fue una sociedad domesticada que, bajo la ilusa virtud del oasis, calló miserias, encerró bajo llave el pensamiento crítico y permitió una forma de actuar que contaminó todos los estratos sociales. Creo que podemos afirmar, con dolor, que fuimos una sociedad contaminada por una forma de hacer las cosas, una forma muy nuestra, muy doméstica, muy entre nosotros, encantados de militar en la patraña de que nosotros sabíamos hacer de manera distinta las cosas. Y así, herederos de la filosofía de la ropa lavada en casa, fuimos dejando de lavar la ropa hasta que perdimos la noción de lo sucia que la teníamos, acostumbrados a no tocar según qué temas, no en vano permitimos que un presidente nos dijera qué tocaba y qué no tocaba preguntar. Lo que ha ocurrido en la Cataluña de las maravillas, en estos últimos tiempos de silencios, complicidades y omisiones, tiene que ver con una cultura política que adoctrinó intelectuales, compró empresarios, silenció periodistas y convirtió la corrupción en algo políticamente incorrecto, imposible de ser mentado, de ser preguntado y de ser investigado. Fue, manual en mano, un régimen.
Y como buen régimen, falló casi todo. Falló el ámbito político donde la oposición participó de la fiesta del pan con tomate con alegría sandunguera, quizá aún secuestrados por el espíritu de la Assemblea de Catalunya, que no permitía ni gritar más de la cuenta, ni preguntar más de la norma. Así el Parlament llegó a parecerse más al suquet de Portabella, todos amigos, conocidos y residentes en la misma patria, que al ágora estridente, crítica y contrastada que tenía que haber sido. No. No creo que los años del pujolismo se definieran sólo por el gobierno de Pujol. Se definieron también por una oposición que pujoleó tanto o más que el propio presidente y que participó de ese espíritu nacional glorioso que, con el cuento de la patria, nos coló un solar lleno de alfombras sin barrer, de lenguas sin desatar y de escándalos sin estallar. La mayoría de las trompetas de la oposición, durante años, tocaron la música con sordina. Me dirán que sabían pero no sabían del todo, que oían rumores sin pruebas, que no era fácil acusar en ese oasis de aguas calmas y lenguas sin palabras. Pero, más allá de lo probable, en el Parlament no se debatió ni lo conocido. Creo, visto con perspectiva, que confundimos la educación con la inhibición de responsabilidades.
Sin embargo, no habría fallado el ámbito político si no hubiera fallado, al unísono, nuestra querida, elogiada y mítica sociedad civil. ¿Dónde estuvo? Si la segmentamos por familias, encontramos una clase empresarial encantada de la situación, quejosa con la boca pequeña de lo que ocurría, pero más preocupada por formar parte del pastel que por tener un pastel en condiciones. Tampoco tuvimos una intelectualidad rigurosamente crítica, tan repartida entre los dos comedores de la plaza Sant Jaume que lo que quedaba libre vivía en una especie de limbo indefinido muy parecido a un exilio interior. Si algo ha fallado rotundamente durante estos años ha sido, lamento decirlo, el pensamiento crítico. Y no, no tuvimos una prensa que buceara en el oasis, quizá temerosa de no salir a flote cuando descubriera que el oasis era un auténtico pantanal. Oigo decir a muchos colegas de la profesión que las gargantas profundas que tenían que hablar, no hablaban más allá de los signos, y que nunca existieron las pruebas fiables. Sin embargo, creo que tampoco las buscamos con demasiada pasión, probablemente porque fueron años de pensamiento monolítico donde era difícil encontrar fisuras. Lo que ocurrió, pues, nos ocurrió a todos, y si algo podemos constatar con espíritu autocrítico es que hicimos dejación colectiva de responsabilidad.
Pase lo que pase a partir de ahora, con más o menos vaselina y sin soufflé, ha ocurrido algo definitivo. La cultura política que heredamos y que no sometimos a ruptura, sino a transición, ha acabado definitivamente. No sé si la legislatura está muerta, en fase zombi o muy viva, pero me parece claro que con el escándalo del 3% ha acabado definitivamente el pujolismo. Lo políticamente correcto en Cataluña ha dejado de ser correcto. Puede que no levantemos alfombras, pero ya no parece probable que vuelva a crearse una atmósfera unilateral que asfixie las preguntas, tolere los escándalos y, por la vía de la complicidad, uniformice el país. Maragall ha tenido la virtud de dar un patadón a un estilo que durante años reinó en Cataluña, un estilo de silencios, inhibiciones y miradas al otro lado. No ha sido elegante, sin duda, pero ya era hora de que alguien no lo fuera. En la Cataluña de Pascual Estivill, de Javier de la Rosa, de los cursos fantasmas para parados (con bendición vaticana), en la Cataluña de los Lamborghinis y el 3%, la educación durante años fue una forma de callar, tragar y tolerar. Es decir, fue una estafa. ¿Final de legislatura? Sobre todo, y es una gran noticia, final de régimen.
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