El realismo de lo imposible
Hasta 1955 no recuperó España el nivel económico que tenía cuando estalló la Guerra Civil y fue gracias al esfuerzo forzoso de reconstrucción que los vencidos en ella realizaron bajo la férrea dictadura franquista. Se tardaría un lustro más en superarlo y, aun así, campesinos y obreros iniciaron un durísimo éxodo europeo,cuyas divisas elevaron la economía al rango de país "en vías de desarrollo". Los "felices sesenta" de los primeros Seat, el turismo nórdico y los planes desarrollistas de la tecnocracia autoritaria los construyó la tropa de a pie en su intento de sobrevivir al recuerdo de la tragedia bélica y a la miseria colectiva propia de tantos países del llamado "tercer mundo". España era uno entre ellos, dominada por una oligarquía financiera egoísta, unos gobernantes sin control y una jerarquía eclesiástica agradecida al "general cristiano"; todos con el apoyo del Vaticano y de Estados Unidos en plena guerra fría anticomunista. La nueva generación,al plantearse combatir por la democracia y una sociedad libre, igualitaria y justa, tenía como referentes apropiados al nivel histórico del país, por un lado, la revolución social libertaria y del marxismo de izquierda que culminaba el proyecto regenerador de la Segunda República, y, por otro, las recientes revoluciones de tres países subdesarrollados por el colonialismo occidental o el imperialismo ruso: Cuba, Argelia y Yugoslavia. ¿Era posible y viable, a finales de la década de 1950 el sueño de una España liberada de opresores y explotadores, democrática pero al mismo tiempo socialista de verdad, al margen de la totalitaria URSS y en contra del Tío Sam, cuya navy recorría amenazante el Mediterráneo?
El movimiento político clandestino que impulsaron aquellos jóvenes cristianos y marxistas de la década de 1960, partidarios de una revolución socialista de rostro humano, inició su arriesgada aventura al borde mismo del cambio sustancial que el incipiente desarrollo económico iba a producir en la sociedad y en la mentalidad de las gentes. Colapsadas aún por el terrible recuerdo de la guerra y la represión posterior; logradas con ímprobos sacrificios cotas de un cierto y relativo bienestar tras los tiempos de miseria y hambruna, las gentes sólo pedían la paz y no la palabra. No querían ni guerrillas populares ni fusilamientos al amanecer de los patriotas. Pretendían únicamente un bienestar bien merecido. Los jóvenes revolucionarios debíamos comprender que nos seguirían muy pocos y que nuestro noble testimonio acabaría inevitablemente en el fracaso. Franco había inoculado en un pueblo aterrorizado su frío pragmatismo conservador, cegadas para siempre las miradas luminosas, llenas de fe y de arrojo, de las milicianas y milicianos que defendieron España frente al fascismo internacional. Recuerdo mis palabras a un jovencísimo Vázquez Montalbán cuando compartíamos militancia frentista: "Manolo, si no nos apresuramos en hacer la revolución nos caerá encima eso que ahora llaman el neocapitalismo y la gente no practicará el comunismo, sino el consumismo". Era imposible impedir una inmediata mejoría del pueblo instándole a un porvenir más justo e incluso con superior condición de vida, ni abatir el capitalismo sin renunciar a la libertad y a la fraternidad pacifista. Manolo diría años más tarde: "Si nos hubieran dejado, habríamos hecho una revolución encantadora". Tuvimos, pues, que desencantarnos del sueño, pero no por imposible, sino por inviable entonces, y nos conformamos con poner las bases de una transición pacífica a la democracia, a la que ofrecimos un plantel de futuros gobernantes. Lo que no logramos transmitir, por culpa del poder ideológico que pronto se abatió sobre nosotros y se volvió imperante en la nueva sociedad consumista, fue el realismo de enfrentar a un mundo mal hecho el sentimiento humano, el impulso ético y la rebeldía moral de nuestra propia dignidad como personas vivas. Lo proclamaría, poco antes de nuestro fracaso, la rebelión estudiantil de París de mayo de 1968: éramos realistas por pretender lo imposible. No se trata de una frase surrealista.
¿Se quiere mayor posibilismo que hacer realidad, por pequeña
que sea, la lucha contra el mal en el mundo, contra las injusticias,las discriminaciones, la sociedad convertida en jungla o la destrucción de los valores espirituales del alma humana por los que todo lo cifran en el poder del dinero o la manipulación de las conciencias?
Aquellos jóvenes idealistas no fuimos más que unos profetas desarmados, pero doloridos por el mal que sufrían los eternos perdedores de nuestra historia. Fuimos el precoz fogonazo anunciador del gran incendio que hoy extienden, desde países empobrecidos como la España de entonces, los movimientos anticapitalistas y antiimperialistas que exigen una paz mundial basada en la justicia, la igualdad y la libertad de las personas. También a éstos les mueve lo humano y la rebeldía moral más allá de cualquier ideología. No claudican ante el señuelo de recoger las migajas del banquete financiero ni son comprados por el sistema. Vuelven a pretender lo imposible porque no hay más realismo que enfrentarse a la realidad del desorden establecido con toda la razón del mundo, con toda la dignidad humana, con todo el valor de denunciar la verdadera realidad ocultada. No es el éxito final el motivo profundo de la lucha, aunque así lo cante La Internacional, sino, como quería Walter Benjamin, abrir en cada momento histórico la brecha por la que pueda penetrar el mesías de una acción moral, en sí misma revolucionaria; de una utopía que no llegue al final, sino ahora mismo. Es decir, hacer posible cada día lo imposible. No esperar a un salvador futuro, sino ser nosotros los que nos salvemos hoy construyendo sin desfallecer un mundo en el que la vida feliz no parezca un imposible. Los que todavía somos tal como éramos se lo debemos a esa actitud porque, de no haberla tenido y mantenido, no sólo no seríamos los de entonces. Es que ni siquiera seríamos.
J .A. Gonzalez Casanova es profesor de Derecho Constitucional de la UB.
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