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COLUMNISTAS
Columna
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Grande y pequeña historia

Una persona leída es un país sembrado y ocupado (por su verdadero propio bien, en este caso). Ya desde las lecturas infantiles empiezan a trazarse las grandes avenidas, las pequeñas calles, las plazas con que se urbaniza el entendimiento. Y es en la adolescencia y primera juventud, sobre todo, cuando se alzan los firmes edificios que permanecerán en su lugar hasta que se termine la memoria: esos libros punteros, básicos, que iluminan la moral al tiempo que aguijonean las principales preguntas.

Esa persona, que sigue leyendo, puede observar, en su madurez, que ciertas zonas de esa ciudad interna han quedado oscurecidas por hallazgos más sólidos y recientes; o que otras áreas, que permanecieron en la sombra por un tiempo, se hacen valer de nuevo gloriosamente, rehabilitadas por más cuidadas relecturas. En un feliz tránsito, en un estado de tráfico incesante y venturoso, al ser lector y pensante le atraviesan los libros que saltan a la vida diariamente, tratando de hacerse un sitio en esa ya populosa tierra conquistada.

Ocurre raramente, pero ocurre, que dos libros vengan en dirección contraria y, en un cruce, se detengan el uno junto al otro el tiempo preciso para mandarse su mutuo reflejo. Una venturosa casualidad me hizo entregarme a leer, en pocos días, dos libros que (siendo completamente dispares) se complementaron, para mi bien. Uno de ellos, Rubicón, del británico Tom Holland, narra el último siglo de la República de Roma, usando un lenguaje tan poco pedante y cercano que, primero, se lee como si fuera una entretenida novela, con la ventaja de estar ampliamente documentado y citar las fuentes; y segundo, al seguir las peripecias romanas que condujeron a Julio César a pasar el río que da título al libro, comprendemos que la historia de entonces se repite precisamente ahora y en otro Capitolio, el de Washington. ¿Cómo nos las arreglaremos la gente normal, cómo se las apañaron los súbditos de la sanguinaria República y del consiguiente Imperio, para más o menos sobrevivir?

Haciéndome esta pregunta estaba cuando, en uno de mis callejones interiores, alguien abrió un balcón que daba a la novela ganadora del Premio Nadal de este año, Un encargo difícil, de Pedro Zarraluki, un autor cuyas obras siempre me estimulan. Desde su nuevo balcón hay una buena vista. Se ve la pequeña y casi desierta isla balear de Cabrera en 1940, lo que asegura, de entrada, una variante decisiva a los tristes relatos de posguerra: esa rotunda claridad mediterránea que va acompañando a cada personaje en su drama, en su pérdida, hasta hacerle encajar con los demás. La elección de este escenario, una mítica Cabrera de exilios y espías, cuya exigua guarnición se prepara con ridículos pertrechos para una invasión británica que nunca llegará, permite a los diversos protagonistas de esta novela coral formar nada menos que una sociedad minúscula. Una comunidad de la que emanen proyectos, aunque sean modestos, que contribuyan a la supervivencia: preparar una paella, organizar una fiesta de cumpleaños, hacer una excursión… hacer justicia. El proyecto de la esperanza, indispensable para ese encargo verdaderamente difícil, que nos concierne a todos, y que es el vivir.

Lejos de la península aciaga y de la metrópoli afascistada, en cuyas afueras el esfuerzo de los vencidos está construyendo el monumento a los vencedores, los personajes se refieren al lejano Valle de los Caídos como debieron de hacerlo, en el primer siglo antes de Cristo, los españoles sojuzgados por Roma, al hablar de la reconstrucción del templo romano dedicado a Júpiter. Y labran, entre tanto, su día a día como los seres humanos hemos hecho siempre, tratando de sobrevivir con lo que hay, cualquiera que sea el momento histórico que nos toca vivir. Un encargo difícil tiene tres personajes femeninos importantes: dos rotundos, Felisa y Leonor, que se reparten las mejores páginas, y uno adolescente, Camila, cuya risa aún resuena en mis oídos, y que hoy podría ser cualquiera de las mujeres que apaciblemente toman el sol en una plaza.

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