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Columna
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¿Quién debe dimitir?

Antón Costas

El presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, se ha referido a la crisis del Carmel como el chapapote catalán. Por su parte, el consejero de Política Territorial, Joaquim Nadal, ha afirmado que lo sucedido se habría podido evitar. Parece, por tanto, que no estamos ante uno de esos riesgos que aun cuando sabemos que existe alguna posibilidad de que ocurran no son, sin embargo, evitables; por el contrario, todo apunta que se trata de un suceso cuya causa está en la existencia de algún tipo de conducta negligente, ya sea de carácter técnico o político, que podría haber sido evitada. Todo esto sugiere la idea de que hay culpables de las pérdidas materiales que hasta ahora han sufrido cientos de familias y comerciantes, de la angustia con que viven y duermen diariamente muchos de ellos en sus casas y de la incertidumbre con que otros muchos contemplan su futuro.

La oposición política reclama insistentemente que alguien dimita. Pero no queda claro quién. Joaquim Nadal está en el punto de mira de la oposición, pero no tanto por responsabilidades directas o errores propios, como por estar en el momento menos oportuno en el lugar menos adecuado: al frente del departamento más directamente afectado por ese agujero negro que es la chimenea que se ha tragado ya varios edificios, y con ellos el esfuerzo de años y las ilusiones de muchas familias. Por el contrario, su labor en la crisis es reconocida como ejemplar hasta por la propia oposición, que ha señalado que no tiene nada personal contra él.

Los errores se pagan, y en política el precio del error es la dimisión o la destitución. Y la labor de la oposición es controlar y forzar al Gobierno a asumir responsabilidades políticas cuando se han producido esos errores. Sin embargo, para el buen uso de este instrumento de higiene política democrática conviene distinguir dos tipos de situaciones que deben llevar a exigir dimisiones.

Una de ellas se produce cuando un responsable político ha utilizado el cargo público para forzar decisiones políticas o usado recursos públicos en beneficio propio, de familiares o amigos. Esta responsabilidad abarca las decisiones propias y las de todas aquellas personas que han sido nombradas por él. En estos casos, aunque el político no es culpable sí es responsable de los posibles desmanes cometidos por las personas de su confianza nombradas para desempeñar cargos públicos. Se trata de la responsabilidad in eligendo.

Esa responsabilidad fue la que llevó a Carlos Solchaga a dimitir como presidente del grupo parlamentario socialista y abandonar la política al conocerse la conducta del gobernador del Banco de España nombrado por él en su época de ministro. Fue también la actitud que adoptó Manuel Pimentel cuando decidió dejar su cargo de ministro en el Gobierno de Aznar, después de haber destituido al subordinado que había abusado de su confianza y utilizado el cargo en beneficio propio. Y también, el caso de Josep Maria Culell siendo consejero de Política Territorial del Gobierno de CiU cuando se descubrieron algunas prácticas dudosas de un familiar. Nadie pensó que eran culpables, pero sí estaba claro que debían asumir las responsabilidades derivadas de las conductas inadecuadas de las personas que ellos habían elegido para desempeñar cargos públicos.

Una situación diferente se plantea, a mi juicio, cuando las posibles responsabilidades del político tienen su origen en los errores o la incompetencia técnica derivados de un proyecto mal concebido o de unas obras mal ejecutadas. En estos casos las dimisiones políticas deben esperar a conocer las responsabilidades técnicas o empresariales en que puedan haber incurrido los expertos. Porque el peligro de dimisiones políticas apresuradas es impedir conocer esos errores, con el riesgo de que en el futuro se vuelvan a cometer. En estos casos no es cierto que muerto el perro, se acabó la rabia.

Los afectados por la crisis del Carmel piden ante todo información y solución rápida a la situación que están viviendo, no dimisiones; al menos por el momento. La información es esencial; información veraz y solvente con un elevado contenido técnico. La angustia y el miedo con que diariamente viven y duermen miles de personas en el Carmel tienen mucho que ver con la falta de esa información rigurosa acerca de lo que ha sucedido y de lo que puede suceder.

Y es en el terreno de la información en el que advierto más deficiencias. No pretendo exculpar a los actuales responsables políticos por una gestión de la crisis que es mejorable. Quiero llamar la atención sobre la ausencia de la opinión de los responsables técnicos del proyecto y de la obra. Nadie hubiese entendido que en la crisis alimentaria provocada por las vacas locas hubiese salido sólo un político a explicar de qué se trata y cuáles eran los riesgos. Dado el prestigio que tienen la ciencia y las decisiones basadas en el conocimiento técnico, los expertos no pueden rehuir su deber de informar ocultándose detrás de los políticos.

Me pregunto en qué medida todo esto tiene que ver con los procedimientos que se siguen en las subastas y adjudicaciones de obra pública. En algunos casos, aprovechándose de las restricciones financieras de las administraciones públicas, empresas poco serias pujan a la baja, ofreciendo precios inferiores a los costes reales de la obra que construir. La estrategia consiste en quedarse con la adjudicación para después ir forzando a los responsables públicos a incrementar el precio a medida que avanza la obra. Una estrategia perniciosa por muchos motivos. Tiene el riesgo de que no se empleen los procedimientos técnicos más seguros, por ser más costosos; expulsa del mercado a las empresas serias, y provoca que el precio final pagado sea más elevado que el que hubiese sido si en la adjudicación se hubiesen introducido criterios de rigor técnico y económico.

Desconozco si el caso del Carmel es un ejemplo de lo que acabo de decir. Pero para descartarlo hay que dar tiempo a que se analice el proceso de adjudicación de la obra. Sólo después se deben depurar responsabilidades. La exigencia de dimisiones inmediatas, como si estuviésemos en un caso de corrupción o simple incompetencia por políticos derivados de una mala gestión de la crisis, tiene algo de primario, mezcla de pasión por el olor a sangre del enemigo herido y de sociedad tribal que, ante un suceso inexplicado, reclamaba el sacrificio de jóvenes inocentes para aplacar la furia de los dioses. En un caso como el del Carmel se requiere información técnica rigurosa, no exorcismos.

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