Las evasiones del mito
La primera entrega de la trilogía autobiográfica de Bob Dylan es un libro tan fascinante como frustrante. Abundante en perlas verbales y narraciones palpitantes, 'Crónicas' oculta más que revela. Y presenta a un personaje que siempre rompe, para bien o para mal, las expectativas de sus seguidores.
Cuando llegué era en mitad del invierno. El frío resultaba brutal y todas las arterias de la ciudad estaban repletas de nieve, pero yo venía del congelado País del Norte, un pequeño rincón del mundo donde los oscuros bosques y las carreteras llenas de hielo no me impresionaban. Podía trascender las limitaciones. No era dinero o amor lo que yo estaba buscando. Tenía un exacerbado sentido de la percepción, poseía modos personales que, además, eran imprácticos y visionarios. Mi mente era fuerte como un cepo y no necesitaba ninguna garantía de validez. No conocía a una sola alma en esta sombría ciudad aterradora, pero eso iba a cambiar -y rápidamente".
Bob Dylan recuerda así su aparición en Nueva York, en 1961. Sabemos que ésta no va a ser otra historia más de "chico de pueblo que triunfa en la gran urbe". Cinco años después, Dylan habrá conquistado el mundo entero. En un expansivo movimiento musical en el que reinan los Beatles y los Rolling Stones, él es la figura a la que John Lennon y Mick Jagger miran con tanta devoción como temor: el Dylan de 1965 tiene veneno en la lengua y no duda en usarlo con periodistas o colegas de profesión que no están a su altura, en esa enrarecida nube donde sólo pueden habitar los seres más cool -por belleza, inteligencia o creatividad- del planeta.
Pero el primer volumen de sus memorias obvia los pormenores de esa fulgurante carrera, primero en el patio del folk y luego en el gran escenario del pop. Cuando Dylan nos ha abierto el apetito con cien páginas de evocaciones extremadamente nítidas de su adolescencia y sus primeros años de vida pública, el libro salta a finales de los sesenta y se envenena de ira. En el tercer capítulo, el éxito se le ha atragantado: es un padre de familia que se ha refugiado en Woodstock, en la zona montañosa de Nueva York, desde donde reniega del papel de cabecilla de una contracultura que está exigiendo cambios radicales en las calles de Nueva York, San Francisco, Londres, París o Praga.
El buscavidas de los dos capítulos iniciales, el devorador de música y literatura, el seductor que sabe vivir de prestado en casas de la bohemia próspera, se ha transformado en un adulto gruñón, encastillado en un paraíso rural invadido constantemente por adoradores y fanáticos. Se ha agenciado un par de revólveres Colt y un rifle Winchester, y el jefe de policía le advierte de que mejor no los use. El lector se queda boquiabierto: parecen dos personajes diferentes. Y Dylan no se molesta en explicar cómo uno se convirtió en el otro.
Cualquiera puede identificarse con la angustia de alguien sometido a la presión de ser considerado un líder de masas en un país que ha visto los asesinatos de Malcolm X, Martin Luther King y los Kennedy. Todos entendemos la furia de un padre de familia que ve constantemente invadida su intimidad (y analizado ¡el contenido de su cubo de basuras!). Pero Dylan se niega a admitir su porción de responsabilidad en una canonización a la que, bruscamente, ha preferido renunciar. Tampoco resulta muy convincente que un icono viviente que anhela una anónima vida convencional se instale en Woodstock y posteriormente, cuando ha comprobado que no le van a dejar en paz, en Manhattan. Claro que sus métodos para despojarse de la corona de profeta son hilarantes: visita Jerusalén para crearse una imagen de sionista, se reinventa como cantante vaquero (Nashville skyline), lanza un doble LP voluntariamente estrafalario (Self portrait), se derrama encima una botella de whisky antes de entrar en unos grandes almacenes. Y todavía se asombra de que la curiosidad general crezca en vez de apaciguarse.
Dylan no desarrolla cronológicamente su biografía: siguiendo el consejo de David Rosenthal, el editor al que Simon & Schuster encomendó el proyecto, ha preferido alternar épocas para evitarse los avisperos; se aceptan apuestas sobre si en los próximos dos volúmenes se dignará rellenar los huecos más flagrantes. Hablamos de los aspectos recónditos -su judaísmo- o los periodos más turbulentos: la citada ascensión a la cima del mundo, con la electrificación de su música y los excesos en drogas; su muy americana conversión al cristianismo fundamentalista; la separación dolorosa -en lo económico y en lo emocional- de su primera esposa.
En verdad, se precisa un conocimiento previo de las líneas maestras de su vida para advertir que la mujer a la que en el tercer capítulo presenta simplemente como "mi esposa" no es la misma "mi esposa" del cuarto capítulo. Ni siquiera menciona sus nombres: son, respectivamente, Sara Lowndes y Carolyn Dennis. Y esto confirma la poca voluntad confesional del autor: Sara inspiró canciones ardientes y un amargo disco de divorcio, Blood on the tracks, al que Dylan parece referirse al proclamar que grabó un LP entero basado en relatos de Chéjov y nadie se enteró, espléndida muestra del dylaniano arte de tirar balones fuera.
'Crónicas' es un libro más literario de lo que aparenta. Dylan adopta un falso tono de ingenuo de provincias que deriva de Mark Twain. Pero éste es un Twain que se ha contagiado de los ritmos anfetamínicos de Jack Kerouac, que disfruta con los retratos a brochazos de Raymond Chandler. Aunque Dylan nunca aceptará que le analicen críticamente, ni en literatura, ni -por supuesto- en música. Hay un momento paradigmático cuando queda deslumbrado por los obsesivos blues de Robert Johnson, entonces un gigante desconocido. Está en el apartamento de Dave Van Ronk, otro de tantos que le apadrinaron y le educaron; éste le explica minuciosamente que Johnson es deudor de otros bluesmen coetáneos. Dylan se niega a atender razonamientos que disminuyan la intensidad de su epifanía: la mentalidad analítica es una rémora mezquina en el universo dylaniano.
El cuarto capítulo, que se desarrolla en 1987, tiene unos inicios pasmosos. Dylan sufre un accidente en la mano y entra en crisis. La mayor parte de su repertorio le resulta desagradable y desconfía de sus poderes artísticos. Ha ido de gira con Tom Petty & The Heartbreakers y sospecha que la mayoría de los espectadores acuden a ver al rockero rubio. Aun así, se embarca en una desdichada gira con The Grateful Dead, con los que se empeña en tocar temas nunca ensayados. La lógica en estas páginas se va definitivamente al carajo. Temeroso de que la música se haya acabado para él, estudia comprar alguna empresa. Está hablando alguien que cada semestre recibe cifras millonarias en concepto de derechos de autor y regalías, sin levantar un dedo. De golpe recuerda unos crípticos consejos para tocar la guitarra que le diera el jazzman Lonnie Johnson y decide que puede enfrentarse de nuevo a su cancionero, aunque sea a costa de dejarlo irreconocible. Y pide al agente Elliot Roberts que le monte 200 conciertos por año: es el comienzo de la Gira Interminable.
Y siguen 45 páginas dedicadas a la grabación de Oh, mercy en Nueva Orleans. Bono ha recomendado al canadiense Daniel Lanois como productor, pero no le previene sobre su metodología: la historia de la elaboración de Oh, mercy parece el relato de un enfrentamiento. Dylan y señora aprovechan un momento de estancamiento para recorrer Luisiana en moto y encontrarse con excéntricos como Sun Pie, un vejete que le sermonea sobre las ventajas de las guerras. Todo, el viaje y las peleas, es fascinante, pero uno sospecha que alguien nos está jugando una broma pesada: Oh, mercy no figura entre los doce discos de Dylan de los que cualquiera desearía saberlo todo.
De repente, Crónicas. Volumen uno retorna a los inicios, a la temporada formativa en Minneapolis y a los primeros años en Nueva York. Aquí se explica la génesis de su estilo. Con el descubrimiento de Woody Guthrie, Dylan adquiere su mayor modelo: "Él era tan poético y duro y rítmico. Había tanta intensidad y su voz era como un puñal. No era como ningún otro cantante que hubiera escuchado, y tampoco lo eran sus canciones. Era como si el tocadiscos me hubiera agarrado y me hubiera lanzado al otro lado de la habitación".
Extraña atracción. Guthrie no era un hombre ejemplar, pero estaba anclado por unas rotundas convicciones políticas que derivaban de las luchas sociales de la Depresión. Por el contrario, su discípulo rehúye los compromisos ideológicos. Así, manifiesta su personal simpatía por Barry Goldwater, un senador de Arizona derrotado por Lyndon B. Johnson en 1964, tal vez por su proclamada predisposición a neutralizar al bloque comunista mediante generosas raciones de bombas nucleares.
Es, atención, la misma persona que en el inicio del libro plasma con elocuencia lo que significó crecer durante la guerra fría: "Una de las cosas que nos enseñaron fue a escondernos bajo nuestros pupitres cuando sonaran las sirenas de ataque aéreo, ya que los rusos nos iban a atacar con bombas. Nos contaron también que los rusos se lanzarían en paracaídas sobre nuestra ciudad en cualquier momento. Eran los mismos rusos al lado de los cuales habían luchado mis tíos unos pocos años antes. Ahora se habían transformado en monstruos que vendrían a cortarnos el cuello e incinerarnos. Parecía extraño. Vivir bajo una nube de miedo así roba el espíritu a cualquier niño".
Sin embargo, el adolescente Robert Zimmerman tuvo vocación militar: "Siempre me imaginé muriendo en alguna batalla heroica y no en una cama. Quería ser un general con mi propio batallón y me preguntaba cómo conseguir la llave para abrir ese país de las maravillas. Le pregunté a mi padre cómo entrar en West Point y pareció sorprendido y dijo que mi apellido no comenzaba con De o Von y que necesitabas contactos y credenciales para ingresar allí. Su consejo es que deberíamos concentrarnos en conseguirlos. Mi tío fue menos positivo. Me dijo: 'No se te ocurra trabajar para el Gobierno. Un soldado es como un ama de casa, un conejillo de Indias. Vete a trabajar a las minas". Esto da otra perspectiva al concierto de 1990 en West Point. Dylan no fue a predicar pacifismo, como pensaron algunos cadetes suspicaces: estaba compensando su frustración juvenil.
Crónicas va a ser diseccionado por todos los que tienen un mínimo interés en Dylan. Existen dos grandes grupos de dylanófilos. Los que han llegado a su laberinto en las últimas décadas aceptan una variación del dogma de la infalibilidad papal: todo lo que hace Dylan es razonable y extraordinario. Los que crecieron con Dylan en los sesenta insisten en exigirle un nivel de excelencia que rara vez alcanza; han sufrido con él, y en sus voces hay ecos de ese resentimiento generacional que Dylan considera insoportable. Pero incluso el sector crítico se deleitará con esas aventuras, escritas con chispeante jerga y sazonadas con seco humor de Minnesota.
La edición en castellano de 'Crónicas' llegará a las librerías españolas el lunes 14 de febrero; la versión en catalán se publicará una semana más tarde. Ambas, de Global Rhythm Press.
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