El ojo de las mil miradas
Robert Frank, uno de los más influyentes fotógrafos contemporáneos, un poeta que transforma con su cámara la realidad y es autor de una obra monumental, 'The americans', sobre la vida y las gentes en Estados Unidos, muestra en el Macba de Barcelona su exposición definitiva, 'Storylines'.
Es difícil sobrevivir al propio mito. Robert Frank tenía 35 años cuando se publicó The americans y hoy tiene 80. Durante estos 45 años, la sombra de aquellas imágenes con las que entró en la historia de la fotografía ha planeado sobre su figura, pese a que él se desmarcó desde el primer momento del éxito de aquella mirada aparentemente documental y en su mundo dio entrada a la poesía, el cine, el vídeo, el collage y la experimentación. Pero es inútil: la fuerza de aquellas imágenes le persigue incluso ahora; tanto que, para hablar de la última gran retrospectiva europea de su obra, que le ha organizado su gran amigo Vicente Todolí, director de la Tate Modern de Londres, es preciso volver a remontarse a The americans porque sin aquellas imágenes no sólo él, sino tampoco nosotros tendríamos la memoria visual que tenemos. Lo explica muy bien el escritor Ian Penman en el catálogo de la exposición: "The americans cambia la forma de ver las cosas. Si se hojea hoy, se ve la mitología americana de la posguerra en proceso de transformación. El libro fue condenado por antiamericano, pero Frank deja en herencia a América muchas de las maneras en que se veía -y miraba- a sí misma. El emigrante es más americano que los propios americanos".
Robert Frank nació en Zúrich, de madre suiza y padre alemán, el 9 de noviembre de 1924, en un entorno acomodado y burgués. Es judío, y eso es algo que le hizo conocer de cerca no sólo el antisemitismo -la influencia nazi y el hecho de que su padre fuera un emigrante le forzó a tener que pedir la ciudadanía suiza, que le fue concedida en 1945-, sino también a desarrollar una especial sensibilidad ante cualquier tipo de discriminación racial o social. Fue aprendiz de varios fotógrafos comerciales, y en 1947 decidió abandonar la vieja y destrozada Europa de la posguerra para dirigirse hacia el sueño dorado americano. "No sabía lo que buscaba, pero sabía lo que no quería ser. No quería formar parte de la pequeñez suiza", explicó más tarde.
Así que, con 23 años, cruzó el charco y se plantó en Nueva York. En una reciente entrevista concedida a Sean O'Hagan, del diario británico The Observer, explica que entonces no sabía ni qué era un homosexual y sólo había visto un negro en su vida. El choque con la gran metrópoli fue total, y la fuerza de la ciudad le sigue impresionando aún hoy. "Nueva York no es América", le dijo a Ute Eskildsen, comisaria de la retrospectiva sobre su obra en el Museo Nacional Reina Sofía de Madrid, hace tres años. "En Nueva York tienes que darlo todo para conseguir algo, para defenderte. [ ] Sigue siendo mi lugar para ver y pensar. Todavía me gusta visitarla. Veo lo nuevo, lo siento, reflexiono sobre ello, y entonces es bueno venir aquí". Aquí es Mabou, en Nueva Escocia (Canadá), un solitario paraje natural en el que se refugia desde que en 1969 decidió construir allí su casa junto a su segunda mujer, la artista June Leaf.
Pero estamos en 1947. Nueva York está en plena ebullición y a punto de convertirse en la capital mundial del arte. Frank consigue un trabajo como fotógrafo de moda en Harper's Bazaar, pero es despedido al poco tiempo. Es el año en que se funda la famosa agencia Magnum y el fotoperiodismo vive sus momentos de gloria; pero no era éste el camino de Robert Frank, quien años más tarde comentaría que "no existe el momento decisivo" que defendía Cartier-Bresson. "Hay que crearlo. Tengo que hacer lo necesario para que aparezca ante mi objetivo". También es el año de las primeras action paiting de Pollock, artista que, junto a Willliam De Kooning o Franz Kline, se contó más tarde en su círculo de amistades.
Frank se compra una Leica de 35 milímetros con telémetro y comienza a viajar. En 1948, a Bolivia y Perú. Las fotografías sobre este último país se publicaron en 1956 en el libro Incas to indians, junto a imágenes de Pierre Verger y el también suizo Werner Bischoff, que precisamente falleció en un accidente en Perú mientras hacia las imágenes. Las de Frank son más duras que las de sus colegas, más descarnadas, menos idealizadas.
Vinieron otros viajes. De París, la exposición rescata una serie centrada temáticamente en las flores. Son flores tristes, de muerto, grises, como aquellos años. No es extraño que aún hoy cite El extranjero, de Albert Camus, como uno de sus libros preferidos. También viajó por España a principios de los cincuenta. Estuvo en Valencia, en Barcelona y en Mallorca. En el Macba se recuperará una docena de estas imágenes que no se han incluido en la versión londinense de la exposición, que en cambio dedica un amplio apartado a las fotografías realizadas entre 1951 y 1953 en Londres y en Gales que también se exhibirán aquí. A España, comenta Todolí, responsable de algunas de estas visitas, ha vuelto en muchas ocasiones.
En Nueva York entabla contactos importantes, como con Edward Steichen, responsable de fotografía del MOMA; también con el mítico Walter Evans, su mentor, del que fue ayudante, y con Allen Ginsberg, el poeta beat, con el que colaboró después en varios filmes. Fue el primer artista no americano que recibió una beca de la Fundación Guggenheim para realizar un proyecto fotográfico sobre Estados Unidos. Entre abril de 1955 y junio de 1956 viajó por todo el país y disparó 687 rollos de película que configuraron el libro The americans, publicado primero en 1958 en París y al año siguiente en Nueva York con prólogo de Jack Kerouac, con el que ya estaba empezando a trabajar en la mítica película Pull my Daisy, en la que el autor de On the road hace las veces de narrador.
"The americans es como una road movie que aminora la marcha hasta el stop, una road movie aparcada durante la noche en un motel desierto", escribe Ian Pemman. Y más ortodoxo, Ian Geffrey define el libro, en La fotografía (Ediciones Destino), como una verdadera obra maestra comparable a American photographs, de Walker Evans: "La América de Frank, por conocida que sea, está vista y concebida de una forma radical, que debe muy poco a la tradición documentalista anterior".
Fue una revolución, recibida al principio con críticas porque la realidad que mostraba, de una forma nada convencional, no era la que algunos querían ver. Comenzaba una nueva época, y este libro junto a New York, de William Klein, aparecido dos años antes, iniciaron un nuevo camino en el que la mirada subjetiva del artista se impone sobre una presunta realidad que ya nadie parece creerse. "Nunca realicé The americans con la intención de fijar una posición moral. Esas fotos hablan por sí solas de la ansiedad y miseria de gente de la periferia social, del blanco y el negro, de una desesperación a veces evidente y otras no", explicaba Robert Frank en una entrevista en EL PAÍS hace 10 años.
La exposición presenta esta obra en su formato original, el libro, pero también hay algunas fotografías sueltas repartidas en los ámbitos dedicados a Chicago y Detroit, así como varias hojas de contacto ampliadas que permiten conocer el proceso de trabajo del artista, el antes y el después de la imagen seleccionada. "La exposición es una lectura contemporánea, no arqueológica, de su obra", explica Vicente Todolí. "Está concebida como un flash-back, pero de manera que no interfiera en la frescura de obras acabadas de hacer que aún tienen estas imágenes. Lo que queremos resaltar es el carácter secuencial de su obra, por esto se titula Storylines. Siempre hay un antes y un después. Para Frank, la fotografía perfecta, única, es imposible. De hecho, desde siempre ha sido, más que un fotógrafo, una especie de poeta con una visión fílmica de la realidad".
Es algo que se advierte muy claramente en la serie que hizo tras The americans, y que se publicó en parte en el libro The lines of my hand. Son fotografías que iba realizando en 1958 durante sus recorridos cotidianos en autobús por la calle 42 de Nueva York; son imágenes que figuran entre las mejores de su producción, preludian sus películas posteriores y, según Todolí, pueden considerarse precursoras de la fotografía conceptual. Pero el éxito de The americans pudo con él, y decide colgar su Leica y pasarse al cine, en donde, dice, puede hablar con las personas que tiene delante en lugar de acecharlas buscando ese algo esencial en lo que ya no cree. Con todo, en los años sesenta y setenta, sus energías se concentran en películas como Me and my brother (1965-1968), Conversations in Vermont (1969), About me. A musical (1969), Keep Busy (1975) o Life dances on (1980), con obras destacables como Candy Montain (1987) o San Yu (2000). No son filmes comerciales ni fáciles, sino semidocumentales en los que suele aparecer su entorno de amigos o familia, o él mismo. Su filmografía, de la que habrá un ciclo completo paralelo a la exposición, es amplia, y en ella existe una perla muy buscada. Se trata de Cocksucker blues (1972), rodada durante la gira norteamericana de los Rolling Stones en 1972. Para ellos había realizado aquel mismo año la portada del disco Exile on Main St. A los Rollings no les gustó el resultado y prohibieron su exhibición. "Me enviaron abogados y policías", explica Frank a Sean O'Hagan en su entrevista.
Durante aquellos años, además de sus propios proyectos como cineasta, Frank ejerció también de forma ocasional como profesor en diferentes universidades. Sin abandonar el cine, volvió a la fotografía a partir de 1972, pero ya no de la misma manera. Nunca más fotos únicas. Suele presentar sus trabajos en series de tres o más imágenes, muchas veces con el negativo rasgado, o con inscripciones de su puño y letra con frases o palabras de difícil interpretación. Es como si desconfiara de la imagen, de la fotografía, de la realidad. Son más bien recuerdos, memorias, detalles, juegos de luz, asociaciones de objetos con palabras; algo, en fin, más relacionado con la poesía que con el documento. La polaroid, el vídeo, las fotografías de fotografías, el collage, el montaje, las superposiciones Experimentación técnica y, al mismo tiempo, una mirada poética y muy íntima a su entorno inmediato.
La vida le golpea. En 1974 muere con 20 años su hija Andrea en un accidente aéreo en Guatemala, y su hijo Paul tiene problemas mentales y finalmente fallece en 1994 tras varios años de internamiento. En su obra refleja estas pérdidas y el duelo que siente por ellas. Su fama sigue creciendo, pero él no la abona. Sigue trabajando, eso sí, y se convierte en un hombre de culto poco conocido por el gran público que va dejando huella sin buscar el reconocimiento. Aunque éste vuelve con fuerza en los años noventa cuando se reivindica de nuevo la fotografía documental, y también a través de la influencia que deja en una larga lista de jóvenes creadores, desde Nan Goldin hasta Jim Jarmush. Retrospectivas, premios, reconocimientos y escasísimas apariciones públicas. "Es un hombre íntegro que tiene un sistema de valores y no los abandona ni traiciona por nada", comenta Todolí. "En este sentido, es un modelo. Alguien que no deja nunca de cuestionar y cuestionarse". Se ha dicho que ésta es la exposición definitiva de Robert Frank. Todolí le quita hierro a la expresión, pero reconoce que sí es la última en la que Frank, uno de los fotógrafos más influyentes del siglo XX, ha participado activamente en su organización. "La exposición puede decepcionar a los que buscan el fotógrafo documentalista de sus primeras épocas", advierte Todolí. "Está planteada desde el punto de vista del arte y no de la fotografía. Es lo bueno que tienen los grandes artistas, que siempre permiten una gran diversidad de miradas".
'Robert Frank. Storylines', que incluye más de 270 fotografías, puede verse hasta el 8 de mayo en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba).
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