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Columna
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Helada

El tierno Dios de las hortalizas, el mismo que gobierna también el azúcar de los frutales, lejos de conformarse con los diezmos y primicias, este invierno ha descendido del cielo y en sólo dos noches con su dentadura de plata a diez bajo cero, ha devorado todas las verduras que había en el campo e incluso hasta el fondo de los invernaderos ha ido a saciar el hambre. Ahora mismo esa deidad maléfica tendrá la tripa llena de alcachofas, habas, coles, lechugas, calabazas, tomates y naranjas heladas. Que aproveche. Ciertamente hacía demasiado frío como para sacar las manos de los bolsillos y dar un corte de mangas a las estrellas. Los agricultores habían desarrollado su trabajo a lo largo del ciclo agrario: sembraron las semillas, las abonaron, esperaron a que las plantas abrieran sus ojos verdes en la tierra cuarteada, las regaron puntualmente, las defendieron con tenacidad contra cualquier parásito. Los naranjos fueron podados, cuando tenían sed se les dio de beber, en primavera se llenaron de azahar cuya melaza embriagó los senos de todas las vírgenes y el fruto fue mimado con abonos y medicinas. Los agricultores esperaron a que las naranjas afirmaran su luz entre las ramas y por esos bienes unos elevaron alabanzas al Creador, otros con jersey de pico y la gorra ladeada se fueron al bar al jugar al subastado. Eran las calmas de enero, el aire parecía extasiado, había gatos dormidos al sol en los capós de los coches y la bajamar marcaba su nivel más profundo en las dársenas y en la carena de las barcas. Estaba ya el último céntimo gastado, todo maduro y dispuesto para la mesa, cuando una noche en todo el litoral Mediterráneo se oyó al Dios vegetariano relamerse y gritar con tremenda voz: ¡ este año toda la cosecha me la zampo yo ! Los agricultores han contemplado la helada con resignación, aunque la niebla que el frío, al respirar, hacía brotar de sus labios bien podían ser blasfemias condensadas. Hay otro Dios fiero de estío, el dueño de la espiga y de la vid, el que ama la sequía y convierte la tierra en una piel de lagarto. Una tarde larga de julio, de repente, se le antoja crear una nube negra sobre la fiesta donde bailan con pies desnudos los jóvenes celebrando la cosecha ya cuajada y entonces descarga un látigo de granizo para segar por su cuenta el trigo y beberse él solo todo el vino. Los moralistas nos invitan a glorificar al Señor que nos ha arruinado después de haber cultivado la vida con tanto amor. Vale. En el fondo la blasfemia también es una oración.

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