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Columna
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Nos vemos en el 'messenger'

Una de las razones por las que yo, personalmente, no soy nacionalista, no estoy alarmado por la última droga de diseño que arrasa en el patio mediático (la ibarretxina) ni soy uno de esos apocalípticos made in Spain a los que se refería hace un par de semanas Manuel Rivas, es por la sencilla y bendita razón de que casi todos los españoles menores de 30 años están sincronizados planetariamente. Por ejemplo, basta darse una vuelta por las bulliciosas salidas de clase de los institutos ibéricos, los liceos franceses, las escuelas italianas o los colegios de Massachusetts, incluidas las salidas de clase de las academias coreanas y los gimnasios germanos, para enterarse de que todas las tribus adolescentes y pandillas juveniles del globo, aproximadamente a la misma hora de la dispersión escolar, todas, pronuncian la misma frase: "Nos vemos en el messenger".

Espero que a estas alturas de la peli del milenio y en este dominical, sobre todo si los lectores son padres o abuelos de adolescentes, no habrá necesidad alguna de explicar que eso de la cita globalmente sincronizada en el messenger no se refiere a una macrodiscoteca ni a un local de copas con pareados hip-hop o a callejerías musicales por el estilo. Que sólo se trata del adolescente regresar a casa pacíficamente, encerrarse en la habitación, encender el ordenador conectado a la Red, engancharse automática y gratuitamente a las mensajerías instantáneas de MSN, Yahoo! o Wanadoo y pasarse el resto de la jornada casera charlando / chateando por escrito con los amigos o los ligues hasta más allá de la hora de dormir. No escribo, líbreme el dios de los coolhunters, de una de esas tendencias minoritarias de quita y pon. Hablo de esos más de cien millones de fanáticos globales del messenger, entre 12 y 25 años, que todos los atardeceres utilizan las mensajerías instantáneas, cámara incluida, para intercambiar escrituras, imágenes y músicas, de todo un poco y siempre muy contaminadas las famosas e incontaminadas tres galaxias de McLuhan (Gutenberg, Marconi y Von Neuman), y que en este país, según las últimas audiencias nacionales del Nielsen / Netratings, el Sofres del ciberespacio, ya cuenta con seis millones y pico de usuarios activos. Hay muy pocas cosas, medios, formatos o cacharrerías, que aquí dentro alcancen unas audiencias de ese calibre y encima estén planetariamente sincronizadas, y todo parece indicar que el fenómeno de esa nueva comunicación alternativa entre los menores de 30 no ha hecho más que empezar. Esto ha cambiado muchas cosas.

Por lo pronto, ha cambiado sustancialmente el ruido de los hogares autonómicos. Ahora, un adolescente encerrado en su habitación y enganchado al messenger ya no produce los decibelios de antaño. Mientras se escribe en la mensajería instantánea no retumban por toda la casa los ritmos sincopados del rock ni truenan los bajos del cuatro por cuatro del rap, y el único ruido casero digno de mención es la telebasura nacional de las dos olorosas cadenas italianas nacionales. El cubículo del adolescente ha dejado de ser el principal centro emisor de murga casera, como ocurrió desde los primeros picús mono de los sesenta hasta los terroríficos bafles 5.1 fin de siglo. La música sigue siendo el alimento vital en la célebre guarida inexpugnable del adolescente, claro, pero ahora se consume con potentes cascos o se piratea en Internet con los minúsculos auriculares del MP3, mientras teclean silenciosamente en el messenger o escriben frenéticamente rebeldes diarios de bitácora. El problema es que este súbito y prolongado silencio procedente del cuarto más infranqueable y sincronizado del hogar también provoca alarmas familiares. A saber lo que estará haciendo todo el santo día encerrado ahí, sin hacer ruido y gratuitamente, dirán los responsables morales del adolescente pensando no sólo en lo que tradicionalmente se piensa, sino en esa infinidad de peligros que acechan a los internautas incautos y que en este país todavía siguen siendo carnaza sensacionalista de primera plana.

La segunda cosa que ha cambiado radicalmente la utilización masiva del messenger (y de los cuadernos de bitácora, y de los e-mail) ha sido la idea sacralizada de que la escritura es una actividad sólo reservada a las élites literarias, a los intelectuales, y que está frontalmente reñida con las pantallas de las nuevas tecnologías y de las nuevas generaciones. Pues bien, los desacreditados screen-agers, nuestros pantalleros menores de 30, resulta que son unos grafómanos de mucho cuidado, y que si bien de la escuela o la facul salen ágrafos, no les enseñan a escribir ni muchos menos les inducen al placer de la lectura (pero todo es lo mismo), se citan masivamente a la salida de clase para escribir frenéticamente durante horas en las mensajerías instantáneas de la Red. Lo harán con faltas de ortografía, con vocabulario inventado y con una sintaxis y sindéresis que recuerda mucho a los experimentos vanguardistas de Joyce y Burrouhgs, la escritura automática y simultánea de los surrealistas o la intertextualidad multimedia de los setenta; todo lo que se quiera, pero se pasan tecleando los mejores años de la vida. Y a mí, personalmente, la realidad seis veces millonaria de unas generaciones sincronizadas globalmente y que encima dedican las tardes-noches a aquel placer solitario de la escritura del que hablaba Barthes, escritura con cascos o sin cascos, me pone de muy buen humor nacional.

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