El sueño americano
El presidente estadounidense, George W. Bush, podrá ser más unilateral, menos diplomático, más abrupto que la mayoría de sus predecesores en el siglo XX, pero no se inscribe menos por ello en una sólida tradición, generosa e idealista, que en la mitología fundacional de Estados Unidos es todo un destino manifiesto; no sólo la dominación de las Américas, sino la conformación del mundo a su imagen y semejanza en la democracia, la justicia y el cumplimiento de los más nobles objetivos.
Bush 43 se sitúa en la estela de Woodrow Wilson, que llevó a su país a intervenir decisivamente en la Gran Guerra, con la redemarcación del mapa de Europa, y de Franklin Delano Roosevelt, que, con ocasión de la II Guerra, contribuyó a forjar un mundo que ganaba a Alemania Occidental y Japón para la democracia. Es cierto que en lo más codicioso de esa línea se hallan repetidas intervenciones en la América caribeña: Haití, Nicaragua, República Dominicana, del primer y segundo Roosevelt, entre otros, o las manipulaciones a distancia de Nixon contra el Chile democrático de Allende, donde las motivaciones han sido mucho menos santas.
Lo esencial, el principio unificador de presidencias aparentemente tan distintas, es la acción exterior, el deseo o la necesidad de acomodar el mundo a un denso engrudo de materiales conveniencias y propósitos altruistas. Y tan falso sería creer que Washington obrara de ordinario como agente ciego de su desnuda ambición de poder como que no aspirase al sincero cumplimiento de las más altas miras.
¿A qué categoría pertenece Bush, a la de salvadores de Europa o a la de los sátrapas imperiales? Él está convencido de que a la primera. Pero, sin dudar de que Washington ha obrado siempre con inmejorables intenciones, los factores prioritarios a la hora de valorar las diferentes presidencias son las circunstancias; lo que De Gaulle llamaba "la fuerza de las cosas".
John F. Kennedy, aunque cayó en la trampa de Playa Girón, está mejor representado ante el mundo por la Alianza para el Progreso, que, seguramente, era una forma más de penetración norteamericana en América Latina, pero que estaba animada por una decencia de base. El propio F. D. R. alternó el palo y la zanahoria, pero su obra clave fue el encaje de bolillos que hizo para arrastrar a Estados Unidos de vuelta a una guerra en Europa. ¿Quién habría sido Kennedy para la posteridad si hubiera tenido tiempo de enfrentarse con el problema de Vietnam? ¿Habría sido un Lyndon Johnson, con su Gran Sociedad ahogándose en los barrizales de Indochina?
Y Bush II ha tenido el 11-S y el fracaso de la primera tentativa seria de solución del conflicto árabe-israelí como marcos definitorios de su presidencia. Por supuesto que todo ello no sobredetermina, a la manera de Althusser, ninguna situación, ni marca un solo camino a seguir; por supuesto, que la acción de otros agentes internacionales contribuye a abrir surcos por los que es más cómodo discurrir que crear los propios de nuevo cuño. Y en la presidencia Bush ha sido clave que Israel, bajo la dirección de la derecha nacionalista de Ariel Sharon, se viera obligada, tras el fracaso de Clinton en Camp David, a tomar la decisión de toda una vida: tratar de destruir al interlocutor palestino, o hacer los sacrificios necesarios para saber, con una oferta viable, si la OLP quería o no la paz. La barbarie de Bin Laden y el apetito territorial del primer ministro israelí, en cambio, condicionaron el margen de maniobra de Bush, a la vez que llovía sobre mojado, porque el atentado lubrificaba la visión del mundo de unos asesores presidenciales que creyeron que el crimen de las Torres Gemelas era la ocasión de refundar el planeta. Aún más, si en 1991 no hubiera desaparecido la URSS, es más que probable que en Bagdad siguiera hoy administrando la muerte Sadam Husein.
La guerra de Irak -tanto como la que venga- no era inevitable, pero ésa u otra guerra similar se podía leer escrita en las hojas de té. El presidente Bush encarna una implacable lógica histórica, una forma consolidada de existir, como volvió a demostrarse ayer con el discurso del estado de la Unión. El problema radica en que el sueño americano acabe siendo para muchos inocentes toda una pesadilla.
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