Suicidio
Según informó EL PAÍS (24 de febrero de 2004) cada 40 segundos se suicida una persona en el mundo y otra lo intenta. El dato es de la Organización Mundial de la Salud. En España, 3.500, la mayoría jóvenes o muy viejos, culminaron con éxito su deseo de no seguir viviendo.
A mí me enseñaron mis maestros -en un colegio religioso- que el suicidio es un acto de cobardía. Esa opinión estaba y supongo que está muy extendida en la sociedad. Ya se sabe, los seres valerosos resisten todas las embestidas, firmes como una roca. En Europa, los irlandeses tienen fama de impávidos; o al menos la tienen en Nueva York donde hay muchos. Visité una vez a un viejo siciliano, moribundo, y en la otra cama yacía tendido y cableado de arriba a abajo un joven robusto, víctima de una apoplejía. Le velaban dos mujeres y espiando furtivamente sus rostros, supuse bien que eran madre e hija. Necesitamos un café, dijo la mayor y salieron de la estancia abierta. Curioso, las seguí y las oí hablar de cosas mundanas. Más tarde supe que eran madre y hermana del joven enfermo, quien murió aquel mismo día. Era un final esperado. ¿Son así realmente todos los católicos irlandeses o se trata de una lección bien aprendida? No hice pesquisas. ¿Para qué? (Un familiar del viejo siciliano me susurró que el chaval se había suicidado).
Un autor de cuyo nombre no me acuerdo dejó escrito que si los humanos tuviéramos claridad mental y un par de eso, se produciría un suicidio colectivo. La humanidad en masa en un día y en un momento determinados. Como protesta unánime a nuestra desdichada condición. Todos a una, porque miedo lo habría, pero la muerte colectiva es mucho menos terrible. Eso es rigurosamente cierto, al menos, para quienes la muerte les fastidia, en parte no desdeñable, porque los demás se quedan. Conductas. Entre las causas que se citan como explicación del suicidio, echo a faltar una relacionada con la conducta y la estructura de la personalidad: el apego a la vida. Por las mismas razones objetivas, un individuo se mata y a otro ni se le ocurre la idea. Se hacen cábalas sobre el suceso y a menudo se olvida que todo tiene un precio, incluso la vida. Y no todos están dispuestos a pagar un coste que les parece abusivo. A quien no lo paga y se quita de en medio le llaman cobarde y los expertos se devanan los sesos a posteriori con intención de aprendizaje de las causas del suicidio, para así evitar la recurrencia del mismo. Claro está que existen causas, pero una de ellas es que, hecho balance, un sujeto decide que el tedio y las penas superan con mucho las alegrías; mientras otros, sencillamente no le encuentran un sentido a la existencia. En realidad, si no hay más suicidios es porque el tirón de las vísceras nubla toda razón. Hay que tener mucho coraje para hacer que ésta se imponga, y a menudo, no se quita la vida quien quiere sino quien puede.
Convengamos en que, como fenómeno sociológico, el hecho es preocupante porque va en aumento y en el mundo occidental ya es la segunda causa de muerte entre los jóvenes de 15 a 29 años, sin contar con los casos que parecen otra cosa. (La autodestrucción es, con frecuencia, una forma de suicidio lento y en su origen casi siempre un sentimiento de "estafa". La vida es una m.., se suele decir, pero algunos lo sienten con tal convicción y son tan bravos, que engrosan la otra lista). Entre los suicidas los hay mayores de 75 años -según la estadística-, pero son los menos a pesar de que nuestra escasamente patriarcal sociedad ofrece razones para que sean los más.
Los expertos han clasificado una serie de factores de riesgo. Los llaman, si no recuerdo mal, psicopatología del suicidio. Algo de lo que dicen he leído y no me ha gustado. Estados neuróticos, depresión melancólica, delirios crónicos, histeria, etc. Prepondera en tales diagnósticos una fijación sobre el individuo. El desencadenante del drama es uno o más factores sociales, pero en última instancia inciden sobre individuos predispuestos, con lo que la sociedad queda más o menos absuelta. Hay un personaje de Huxley a quien no le interesa nada excepto la música, concretamente la de Bach. Llega a creerse tonto e inútil. "Demasiado modesto para pensar que los tontos son los demás", comenta ácidamente el autor. Lo que está fuera de duda es que la sociedad no se cuestionará si la tonta es ella. ("Millones de personas no pueden estar equivocadas", dijo alguien y repiten muchos inconscientemente tocados de la vena narcisista. En realidad, millones de individuos casi siempre están equivocados).
Para dictaminar la causa de la proliferación del suicidio no nos vale la psiquiatría, pues suele hablar desde el corazón de un sistema que no cuestiona en su totalidad. Cierta sociología es más convincente, pues un buen conocimiento del sistema socioeconómico en general puede darnos la clave de una conducta suicida en particular. En todo caso, el discernimiento de un fenómeno colectivo no se alcanza estudiando el caso persona por persona (que además sería labor ímproba) sino profundizando en el etos del conjunto.
En su gran clásico, Suicidio, Durkheim empieza con la constatación de que, en su siglo, el número de suicidios ha experimentado un aumento progresivo. A partir de ahí se centra en la indagación de la etiología de este mal y encuentra que la creciente conjunción del binomio democracia-industrialismo producen una malaise que él llamó anomia y que puede interpretarse como una deserción de la norma. La anomia ya había sido detectada por De Tocqueville y con otros matices, por Marx y Engels, que la llamaron alienación. Una democracia espuria y las grandes aglomeraciones del industrialismo conducen al desmoronamiento del sentimiento de pertenencia. Luego un chiquillo se suicida agobiado por el acoso de otros escolares, y una legión de expertos se lanza a estudiar los fallos del sistema, pero no el sistema en sí. Se parte del acoso como causa, cuando en realidad, no es tal, sino efecto. Efecto de otro efecto y así, remontándonos, se llega a la causa. Pero seguiremos como hasta ahora y aumentarán los suicidios y serán crónicas de muertes anunciadas; con o sin síntomas.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.