Sencillamente magistral
Hay veces que cuando un creador llega a la verdadera edad de la maestría, la forma se hace sutilmente a un lado para no dificultar el torrente de la emoción, al mismo tiempo que las historias se van haciendo más y más complejas, no reducibles a una explicación fácil; transitadas por un aliento humanista que convierte a sus creadores en imprescindibles referentes de su tiempo. Y sus películas, sus libros o sus composiciones se hacen tersas, transparentes y a un tiempo inquietantes, misteriosas en el sentido más cabal del término.
Es lo que ocurre con Clint Eastwood desde hace largos años, desde Sin perdón, pasando por Un mundo perfecto, Los puentes de Madison, Mystic River: todas películas en las que, sin apartarse ni un ápice del clasicismo, hablan de mucho más de lo que parecen, incluso de otras cosas: Sin perdón es más un discurso sobre cómo se construyó un país que la historia de una venganza; de la misma forma que Mystic River no es sólo un filme en el que se ha cometido un asesinato, sino algo que excede a lo que se puede decir con palabras: los malos tratos, la violación infantil, la mancha de por vida.
MILLION DOLLAR BABY
Dirección: Clint Eastwood. Intérpretes: Clint Eastwood, Hilary Swank, Morgan Freeman, Jay Baruchel, Mike Colter, Lucia Rijker. Género: drama, EE UU, 2004. Duración: 137 minutos.
Tampoco Million dollar baby es una película sobre el boxeo, o lo es sólo lateralmente: en el fondo es un discurso sobre la emergencia del pasado; también, sobre la culpa y la redención, sobre los problemas morales que origina el querer vivir la vida según nuestras más íntimas creencias; de la vida como un combate a brazo partido con la Divinidad. En este sentido, esta inmensa criatura de Eastwood es también un discurso sobre la autosuperación; y sobre el amor, no cualquiera, sino el amor filial, el que un padre arrepentido puede sentir por una hija... aunque ésta no sea su hija biológica.
Tiene Million dollar baby ese aire de familia que tienen las obras maestras de Eastwood, esa sensación de regresar a un lugar que, aunque doloroso, nos es conocido. Y tiene la inmensa entereza moral de nombrar las cosas por su nombre, de mirar a la eutanasia de frente y pronunciarse por ella, porque el amor está por encima de las leyes, incluso de las que no escriben los hombres. Y tiene unos actores magníficos, un tempo infinitamente sabio, una historia conmovedora. Pero lo que la hace una película sencillamente imprescindible es la altura ética de quien la hace, de quien escribe para nosotros con imágenes que hacen daño, sí, pero que, a la postre, nos reivindican: como seres humanos, como seres pensantes, como personas gloriosamente imperfectas. Una obra maestra.
Babelia
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