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DON DE GENTES
Columna
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Hasta el gorro

Elvira Lindo

MCDOUGALL, QUE ME quiere dar el alta. Que ya no me quiere por su consulta. Sólo de pensarlo me echo a llorar. La cosa es que el otro día me tiré a la calle sin antes informarme de la temperatura que hacía. Por cierto, que un amigo mío, que es antiamericanista, me dijo: al americanito medio lo único que le preocupa es el canal del tiempo. Tiene su porqué, le dije: es que el frío en España es como de juguete, bonito; pero aquí, como salgas sin gorro un día de viento, se te vuelan las orejas. Ya, ya, me dijo mi amigo, tú siempre ponte de su parte. A lo que iba, me eché a la calle sin gorro y al rato no sentía las orejas, y pensé: a ver si este síntoma es el primer paso hacia la congelación y me quedo sin orejas. ¿Y dónde voy yo sin orejas, alma de Dios, con la colección de pendientes que tengo? Además, España es un muy cainita, y si yo volviera a España sin orejas habría gente del mundillo literario que hasta se alegraría. "Mucho vivir en Nueva York", diría uno, "pero ha vuelto sin orejas". "Que se joda", diría la otra. El mundo de las letras es una charca inmunda. Total, que me metí en una tienda y me compré un gorro de piel como de bailar el casachov que me proporcionaba un aire misterioso, como de putón de Baqueira Beret. Yo, el putón de Baqueira, iba tan ufana mirándome de refilón en todos los escaparates de Madison. Por ser un poquito autocrítica reconozco que, entre que el gorro es enorme y yo no soy lo que se dice alta, había una cierta desproporción en mi figura; pero mejor, me dije, porque las tías superperfectas caen antipáticas, como que ahuyentan a los tíos. ¡Y eso nunca! Prueba de que la gente no simpatiza con la perfección es un documental que vi en la HBO sobre el cine porno alternativo que se está haciendo ahora (lo de Nacho Vidal sería el cine porno pequeñoburgués), en el que se intenta que el espectador se identifique con los protagonistas. Hay un viejo -que fue militar de esos que invaden países, montan un pifostio de la hostia y luego no saben cómo salir- que se ha convertido en estrella porno. El viejo (una máquina) dice que la gente está harta de ver a criaturas irreales; que la gente quiere ver cómo un anciano, en vez de estar perdiendo el tiempo haciendo de canguro con sus jodíos nietos, se ventila, con la inestimable ayuda de la Viagra, a una señorita, que dentro del argumento siempre es una enfermera del asilo o una asistente social, en esa onda. Para que luego digan en España que los militares americanos retirados son un despojo de la sociedad. En total, que iba yo con mi nuevo look putón of Baqueira cuando de pronto me digo: huy, este portal me suena. ¡Pero cómo no me iba a sonar si era el portal de McDougall! Para que luego digan que Jiménez del Oso no llevaba razón cuando decía que todo lo que pasa en la Tierra es muy extraño. Y dije: pues ya que estoy aquí, recojo mis análisis. Y subí. Yo soy muy flamenca. Y fue verme la enfermera, Peggy, que está un poco enamoradilla de mí, y decirme: "El doctor quería verla". Y como soy tan aprensiva, de pronto me dio por pensar que alguno de mis artículos había llegado a manos de McDougall, y que iba a demandarme, y que para pagar a McDougall por injurias tendría que prostituirme o algo así. Qué vergüenza, prostituirme fuera de mi propio país. Así es la vida, pensaba yo: conviertes a un tío en icono sexual y encima te arroja a la prostitución; cuando debería agradecérmelo, porque hay tantas lectoras que me han pedido su teléfono (los médicos españoles no sirven para nada) que un amigo mío que tiene una agencia de viajes está pensando en montar un pack: "Viaje a Nueva York, subida al Empire, espectáculo Broadway, endoscopia McDougall". Por otra parte, también pensaba: si es que no escribo más que tonterías que no me buscan más que problemas; si yo tendría que escribir sobre la crispación, como todo quisqui. Por distraerme, me puse a hablar con una anciana puertorriqueña que me dijo que una vez fue a Madrid y comió callos a la madrileña. Esta afirmación, en la sala de espera de un médico gastroenterólogo, me parece redundante, la verdad. Llegó mi turno. Entré muy sencilla, incluso humilde, con el gorro putón de Baqueira. Y qué dirán que me dijo McDougall: pues que lo mío es psicológico, y me dio el teléfono de un psicólogo dominicano. Salí blanca como una puerta.

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Entonces, Peggy, la enfermera enamorada, me guiñó un ojo y me dijo: "No te preocupes, baby, yo te haré la colonoscopia". La primera vez no la oí porque el gorro putón de Baqueira es lo que tiene, que te aísla. Pero Peggy me levantó una esquinita y susurró: "La haremos". Me recordó a Kathy Bates, en Misery, y como que me dio susto. Los que conocen la película saben de lo que hablo. Salí humillada a la calle, que está asquerosa por la nieve. Fui a cruzar y me caí en un socavón lleno de barro. Dada mi estatura y el tamaño de los socavones neoyorquinos, sólo me asomaba el gorro putón de Baqueira, como en las arenas movedizas. Ahora sólo falta, pensé, que me pille un taxi, que es lo más típico que te puede pasar en Manhattan. Y ahí en el socavón imaginé a algunos colegas de la charca literaria leyendo mi necrológica y diciendo: "Atropellada en Nueva York. Hasta para morirse ha tenido la tía que llamar la atención". Indignada, saqué fuerzas de flaqueza, salí arrastrándome del barrizal y me volví a casa llorando, como los niños chicos.

La actriz Kathy Bates.
La actriz Kathy Bates.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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