Un barrio de altura
El Carmel, antes de la construcción de la estación espacial MIR, era, aparentemente, la zona construida más alta de la Tierra. Sus calles empinadas, en las que se saca el ecce homo fumador en el trance de ir subiendo Montes Carmelos que uno lleva dentro, parecen indicar que el Carmel es un barrio con nombre de chiste, como todos los barrios que hay por la geografía peninsular llamados Gurugú, Barrancos del Lobo, la Siberia u otros topónimos de sitios planetarios a donde, históricamente, han ido más personas de las que querían ir. Pero no es un chiste. A finales del siglo XIX, cuando en Barcelona empezaba a declinar el tema, a alguien le dio por edificar allí un santuario del ramo Monte Carmelo. Allí iban los curritos barceloneses, especialmente los de la República de Gràcia, a liarla los domingos y a sacarse fotos en blanco y negro de hombres y mujeres muertos que se ríen.
Con la primera inmigración de El-Ejido-system, a finales de los años veinte, el Carmel se llenó de personas que la ciudad expulsaba. La barraquización en los años cuarenta, la autoconstrucción de los cincuenta y, en décadas posteriores, el urbanismo gore del desarrollismo con posterior medalla de oro de la ciudad sellaron un paisaje urbano y humano, de nuevos barceloneses que esperaban mucho de una ciudad que nunca les esperó e improvisó al respecto. Marsé (una biblioteca pública con su nombre se erige en la zona Beverlly Hills del Carmel, desde la que se emite orgullo de barrio) codificó ese barrio fronterizo entre Gràcia y el Guinardó. Allí robaba motos el Pijoaparte -hasta Àlex Crivillé, el catalán que llegó más lejos sobre dos ruedas-. Con una moto robada, aquel personaje de ficción salía del socavón -entonces, metafórico- del barrio para ir a montar jaleo con Teresa, una pija Sónar, tres décadas antes del Sónar. En la lógica de la novelística de Barcelona, tal vez el hijo de Teresa, funcionario de los JJ OO, del Fórum y de lo que venga, fue ayer a interesarse in situ por el nuevo y vistoso socavón.
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