La memoria sin fin
Yo no conocí Auschwitz. No conocí Maidanek, ni Treblinka, ni ningún otro campo de exterminio nazi. Sólo recuerdo a esos niños esqueléticos, con el vientre hinchado por el hambre, que agonizaban en las alcantarillas del gueto de Varsovia.
Auschwitz lo descubrí más tarde, después de la guerra. Fui con mis padres, como se va a la tumba de alguien muy cercano, con el corazón en la boca. El campo estaba en plena efervescencia: unos hombres limpiaban los barracones abandonados, cubrían las fosas comunes, retiraban las cenizas de los hornos crematorios y limpiaban las cámaras de gas. Sin embargo, lo que más me impresionó, lo que todavía hoy recuerdo con toda la brutalidad del presente, fueron tres montañas que había a la entrada del recinto. Tres montañas más altas que el Himalaya y más aterradoras que el Vesubio con sus laderas cubierta de lava ardiente. La primera estaba formada por cientos de miles de gafas; la segunda, por millones de zapatos de niño. Y la tercera montaña era de cabellos humanos. Siete toneladas, por lo visto. El recuerdo de aquellos tres enormes montones de restos de millones de vidas me hace temblar todavía de vergüenza y de rabia 60 años después.
Sesenta años: "El 27 de enero de 1945", cuenta Primo Levi, "hicieron su aparición a la entrada del campo cuatro jóvenes soldados soviéticos a caballo". Se sorprendieron visiblemente al descubrir, en una bruma de nieve, esa inmensidad blanca, dominada por chimeneas negras y rodeada de alambradas tras las que unos esqueletos humanos se movían en medio de un silencio ensordecedor. En aquel momento, quedaban en Auschwitz siete mil hombres y mujeres casi sin vida. Muchos niños. Sobre todo, gemelos que tenían que servir de conejillos de Indias para los experimentos del doctor Mabuse nazi, el famoso doctor Mengele. Los cuatro soldados, sobrecogidos por tan siniestro hallazgo, salieron corriendo a avisar a sus superiores.
Fue casualidad, por tanto, que el 60º ejército del primer frente de Ucrania, que avanzaba a las órdenes del general Koniov hacia Silesia, en dirección de Berlín, encontrara Auschwitz, el campo que iba a convertirse en símbolo de la destrucción del judaísmo europeo. El general Vassili Petrenko, el último general superviviente de los que liberaron Auschwitz, reconoció delante de mí que fue entonces, en ese campo y en ese momento, cuando se enteró del destino de los judíos bajo la ocupación nazi.
Hubo que esperar a 1991, a la caída del comunismo, para que la palabra "judío" apareciera en la estela conmemorativa del mayor cementerio del mundo. "Aquí, entre 1940 y 1945", decía la inscripción en 19 lenguas -con las excepciones del yiddish y el hebreo-, "fueron torturados y asesinados cuatro millones de hombres, mujeres y niños por los fascistas hitlerianos".
¿Por qué ocultar la identidad de la mayoría de los muertos de Auschwitz? ¿Tenía miedo Europa a reconocer que había permitido que deportaran a una parte de su población por ser judía?
Pero ahora, cuando apenas acaba todo el mundo de reconocer la existencia de la Shoah, cuando algunos países han incluido en sus manuales escolares que un tercio del pueblo judío fue exterminado por los nazis y sus aliados, ya hay quienes ponen en entredicho la memoria del genocidio. Como si el recuerdo de este acontecimiento estorbase la denuncia de otras matanzas, otras persecuciones. ¿Es porque se trata de judíos o porque fue un genocidio especial? Especial, sí, porque fue premeditado y organizado de forma metódica por una minoría y ejecutado por la mayoría de un pueblo con la complicidad de los pueblos vecinos, gracias a la tecnología moderna.
Por eso tiene tanta solemnidad el sexagésimo aniversario de la liberación del campo de Auschwitz. El 27 de enero, por primera vez, 25 jefes de Estado se reunirán en ese lugar maldito que vio cómo se apagaban millón y medio de luces, millón y medio de vidas, incluidos 1,1 millones de judíos y numerosos gitanos.
Me asalta un temor repentino: ¿y si fuera la última vez? ¿Y si señalase el final del recuerdo? ¿Y si pretendiera indicar el paso obligado de la memoria a la Historia?
La Biblia nos ordena recordar. Repite en 168 ocasiones: "Acuérdate". Acuérdate de que el mal existe y adopta un rostro distinto cada vez.
Los judíos tienen buena memoria. Se acuerdan de sucesos muy antiguos, como la destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70, a manos de Tito y las legiones romanas. Se acuerdan de las Cruzadas de la Edad Media y la destrucción de la mayoría de las comunidades judías europeas. Se acuerdan de la Inquisición y la expulsión de España, en 1492. Se acuerdan de los pogromos de los cosacos en Ucrania y Europa central, en 1648... ¿Pero quién se acordará, dentro de 100 años, de Auschwitz? Tal vez los alemanes.
Es una cuestión angustiosa. ¿Cómo hacer que la humanidad, sumergida en sus dramas cotidianos, extraiga una lección de esta tragedia? Quizá a través del Bien. Demostrando que, en la guerra que le enfrenta al Mal, no acaba forzosamente derrotado. "El Mal no tiene profundidad ni dimensión demoniaca alguna", decía Hannah Arendt. "Es capaz de destruir el mundo entero precisamente porque se extiende sobre la superficie como una seta. La bondad es la única profunda y con raíces". ¿Cómo probarlo? Con la ayuda de quienes practican la bondad y la justicia: los justos.
Esos justos que, mientras la mayoría mataba o dejaba hacer, arriesgaron sus vidas para salvar las de otros. Eran católicos, protestantes, laicos y musulmanes. Recomiendo sus testimonios, que son igual de elocuentes, o quizá más, que los testimonios de los supervivientes y los textos de los historiadores. Nos enseñan que, incluso en los momentos más inhumanos, es posible conservar nuestra parte de humanidad.
Por ejemplo, Berthold Beitz, un alemán que, desde hace unos años, dirige la Fundación Krupp en Essen. Durante la guerra salvó a 800 judíos en Boryslav. "Ahora tengo 91 años", me dice. "Y puedo decir que he hecho algo que, desde luego, no tuvo consecuencias económicas, pero sí consecuencias humanas; y eso me parece mucho más importante. Mis hijos, mis nietos y mis bisnietos lo sabrán. Y eso es lo que hace falta. En el fondo de mi corazón, estoy orgulloso de haber ayudado a todos aquellos judíos a huir de los trenes de la muerte. Pero la verdad es que, ¿cómo habría podido vivir si no lo hubiera hecho?".
Irena Sendler es polaca. En aquella época era asistente social. Sus amigos y ella sacaron del gueto de Varsovia a 2.500 niños judíos. Cuando me cuenta su aventura, llora: "Hoy me doy cuenta de que no hice todo lo que podía. Habría podido salvar a más. Tengo remordimientos, y los tendré hasta el fin de mis días...".
Mis padres y yo pudimos salir del gueto desde el principio gracias a un católico, amigo de mi padre. Un justo. Cincuenta años después, durante el genocidio de Ruanda, el cantante Corneille sobrevivió, el único de toda su familia, gracias a un hutu. Un justo.
El Talmud dice que, en cada época, hay 36 justos para que el mundo sobreviva. El filósofo Pascal cifra ese número incalculable en nueve mil.
Recordar las acciones de los justos con motivo de la conmemoración de la liberación de Auschwitz no disminuye en absoluto la infamia de los asesinos. En todo caso, les hace más infames todavía. Porque, si hubo seres humanos que tendieron la mano a otros seres humanos en peligro, ¿por qué no lo hicieron ellos? Además, introduce en la noche del pasado, cuya sombra planea aún sobre el mundo, una luz de esperanza para mañana. Y una razón más para conservar siempre este recuerdo.
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