Las sinuosidades del referéndum europeo
Europa no es de izquierdas ni de derechas, nos dicen algunos. Las razones esgrimidas para tal asepsia se fundamentarían en que la construcción de Europa se ha abordado históricamente desde mimbres conceptuales muy diversos. La socialdemocracia, los democristianos, los liberales, el conservadurismo de matriz británica, los comunismos más o menos reconvertidos, los verdes o radicales, han ido aportando, con protagonismos distintos, sus toneladas o granos de arena en cada coyuntura histórica. El resultado sería, pues, un híbrido sin madre o padre distinguibles plenamente. Creo que si bien es cierto que alrededor del ideal europeo se han ido articulando distintas visiones y tradiciones ideológicas, es innegable que el consenso democristiano-socialdemócrata (en expresión de Ralph Dahrendorf) es y sigue siendo determinante. Por otro lado, es evidente que en cada momento de la larga trayectoria que ha protagonizado la singladura europea, el predominio de unas fuerzas, de unas visiones, de unos sesgos ideológicos, han ido predominando sobre otros. Y, como conviene reconocer, el texto que se debe ratificar el día 20 de febrero, ha surgido de una coyuntura política más bien sesgada hacia la derecha.
Entiendo que la construcción europea no debería quedar al margen de la reflexión en torno al cambio de época que estamos atravesando. No puede ser lo mismo discutir del Tratado de Roma que del de Maastricht o del proyecto de Constitución, y no sólo porque los textos son distintos, sino porque además las variables estructurales y de entorno han sido y son sustancialmente distintas. Y ahora estamos no solamente ante un tema de cantidad de Europa, sino también de calidad de la Europa que se debe construir. Por tanto, no conviene dramatizar la votación del día 20 de febrero, ya que es perfectamente normal que para cada opción disponible (el sí, el no, el voto en blanco o la propia abstención) existan personas y colectivos muy distintos dispuestos a defenderlas. Estos puntos de vista se agrupan circunstancialmente en torno a las pocas y rígidas opciones a las que obliga el formato de referéndum. Por tanto, deberíamos ir con cierto cuidado a la hora de dictaminar, de acuerdo con las decisiones de cada quién, los aparentes acuerdos de Joan Saura con Alessandra Mussolini, de Carod con Le Pen o de Arcadi Oliveres con Jiménez Losantos, por poner sólo algunos ejemplos de parejas de baile circunstanciales en relación con el no y sus aledaños.
Los que conforman el frente del sí tienen muy distintas razones para avalar su posición. Tenemos a los que entienden que el único futuro para Europa es reducir las distancias con los competidores económicos, eliminando cualquier interferencia pública en la economía, incrementando la competitividad, suavizando el sistema de protección social, generando incentivos para que la gente siga con mayor entusiasmo el fluctuar de las deslocalizaciones y resituaciones económicas, sin las trabas de tantos vínculos sociales y territoriales. Pero también están en ese frente los que entienden (como el grueso del sindicalismo europeo) que el nuevo tratado es la gran garantía de que Europa seguirá siendo un espacio de cohesión social en un mundo lanzado por la pendiente del neoliberalismo económico, mientras que asegurará también sensibilidades y garantías ambientales, y servirá de contrapeso al proyecto hegemonizador de Estados Unidos en la escena internacional. En medio de esas dos posiciones hay todo tipo de personas y fuerzas políticas que mezclan en dosis desiguales economía de mercado y protección social y ambiental. Las diferencias en materia del papel de los Estados o de los pueblos en esa Europa, o del mayor o menor avance en materia de armonización fiscal o de derechos de ciudadanía, completan el abigarrado frente del sí. Se encuentran también parejas curiosas en esa opción, como Mayor Oreja y Artur Mas, Ibarretxe y Bono, o Cohn-Bendit y Berlusconi.
En el frente del no, las contradicciones entre sus partidarios no son menores. En un extremo, las matrices ideológicas de la oposición de extrema derecha nacionalista al tratado por el que quiere establecer la Constitución europea son evidentes. Y ello, por sí solo, es preocupante para los que apuntan al no desde posiciones radicalmente distintas, favoreciendo esa visión simplificadora y demagógica de los extremos se tocan. Está claro que en este caso los extremos no se tocan para nada excepto en un punto llamado papeleta del no. Los alterglobalizadores son los que más aprietan en toda Europa por desmarcarse de lo que entienden que entroniza y sanciona para mucho tiempo la opción neoliberal, desreguladora, instrumentalizadora de la inmigración y esencialmente servil a los requerimientos económicos de la globalización que ha ido imponiéndose en Europa, rodeada del halo de que "es la única posible", y que ante la cual sólo cabe la política de paños calientes. Se quieren situar en otra construcción del mundo, en otra construcción europea, y luchan por tanto contra el imposibilismo económico alternativo. En ese frente están también los partidarios de una Europa más diversa, menos estatalista, capaz de situarse en una nueva era de pos-soberanía, en la que el respeto a la diversidad de los pueblos sea posible sin riesgos de balcanización.
Pero también es lícito y posible defender el votar en blanco, por ejemplo, como forma de cumplir con los deberes cívicos, como forma de plasmar el acuerdo con la construcción europea, pero no con la manera como se plantean los dilemas, o como forma de reflejar la propia incertidumbre y falta de clarificación sobre los temas de fondo que la Constitución rehúye o mantiene en notables abstracciones u opacidades. Y creo que puede asimismo defenderse como opción política la abstención. Abstenerse el día 20 de febrero no tiene por qué indicar hastío, indiferencia, desconocimiento, pasotismo o despolitización (razones todas ellas dignas de ser afrontadas por un Gobierno que quiera mejorar la calidad y activación de nuestra democracia). La abstención puede también derivarse de una posición política antisistema, de un rechazo al fondo y a la forma. La lástima de todo ese despliegue de posibilidades es que a la hora del recuento sólo tendremos (en el mejor de los casos) noticia de quién ha votado sí, quién ha votado no, quién ha votado nulo o en blanco y quién no ha ido a votar. Pero, al no existir en el voto el apartado comentarios, cada uno tratará de capitalizar para sí el resultado final. Pero, al menos, en esta fase del proceso no deslegitimemos ni descalifiquemos opción alguna.
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